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134 PEDRO ECHAGUE

dios de transporte, limitados a la cabalgadura y a la galera, lo desierto de los campos que para trasladarse de pueblo a pueblo y de ciudad a ciudad, era necesario atravesar, todo eso facilitaba el salteo y el robo en descampado. Las policías bastaban apenas para mantener el orden en los departamentos urbanos, y los sal- teadores podían operar en completa libertad, refugiándose luego, como en seguras guaridas, en los vericuetos de las serranías, o en los montes de algarrobos, y chañares que crecen en las desoladas travesías. Cuando las poblaciones estaban «en extremo aterrori- zadas por el sangriento vandalismo de los ladrones, solían las autoridades organizar expediciones para ir a perseguirlos. Y cuando caían aquéllos en manos de ésta, se procedía en forma sumaria e implacable a ejecutarlos. El terror solo podía com- batirse con el terror.

Una de las bandas de ladrones que infestaban la región, había atacado a Carlos Tarragona y a su mujer, cuando hacían a caballo la última etapa de su viaje, de Mendoza a San Juan, acompañados por un peón. Asaltados de improviso, los dos hom- bres se defendieron como pudieron, y ¡Carlos consiguió traspasar a uno de los atacantes, pero su defensa fué dominada por el nú- mero,. y sólo sirvió para exasperar la saña de aquellos, que dego- llaron a sus víctimas después de acribillarlas a puñaladas. Teo- dora había querido interveii. en el combate, y había recurrido, a falta de otra arma, a una caldera de agua que hervía en el fuego, cuando vió que su esposo se quedaba desarmado, después de haber descargado su pistola; mas también ella recibió una ¡cu- chiliada en la cara, y fué luego colgada de un árbol en la forma en que (Chapanay la encontró. Los ladrones pudieron, pues, huir tranquilamente, después de consumar su crimen -bárbaro, lleván- dose su herido, y los veinte mil pesos que constituían la herencia que Carlos había ido a buscar a Buenos Aires,


La anterior historia debía provocar y provocó, según antes se dijo, comentarios y exageraciones de todo género. La imagi- nación del pueblo es fecunda y bien pronto se crearon mil yer- siones aumentadas, deformada y hasta fantásticas, en torno a la vida y a la sangrienta aventura que había hecho ir a parar a Teodora a las Lagunas.

No había imprenta en estas provincias por aquellos días, y a falta de diarios, se ponían en canciones los sucesos cotidianos, recogidos en el mostrador de las pulperías, para cantarlas por la noche dando “esquinazos” a] pie de las rejas. Esto fué lo que ocurrió en el caso de Teodora, del cual se formaron numerosas leyendas. La justicia no dió con los asesinos, como de costurmn- bre. Las cabezas de las víctimas fueron a parar al campo santo, y Teodora se quedó a morar, hasta su muerte, sobre las arenas de las Lagunas.

Juan Chapanay seguía cuidando a Teodora con solicitud, y cuando estuvo repuesta, se ofreció para acompañarla a San Juan si ella lo deseaba. Pero aquella rehusó el ofrecimiento, con gran contento del indio que le había cobrado hondo cariño. La herida: del rostro se había cicatrizado, y la rotura de la pierna concluyó por soldarse, pero dejándola coja. En tales condiciones, la idea de presentarse en San Juan debía serle ingrata a la pobre mujer, que se decidió a concluir su existencia en aquel hospitalario rincón.