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PEDRO ECHAGUE

Si las yerbas de Juan Chapanay ayudaron, o no, a esta curación, es cosa que no podríamos decir.

El acontecimiento había provocado, como se supondrá, una inmensa impresión en la localidad. Los hábitos mansos y labo- riosos de aquellas gentes, se vieron perturbados con la noticia del espantoso crimen, y durante largo tiempo perduró el terror que este vino a despertar. En cuanto a la herida, ninguna explica- ción de lo ocurrido había dado todavía, y Juan (Chapanay, su médico y enfermero, no se atrevía a interrogarla. En estas cir- cunstancias se presentó la policía de Mendoza a practicar investi- gaciones. La joven tuvo, pues, que hablar ante la autoridad, entre otros motivos, para dejar en salvo la responsabilidad de su benefactor.

De las declaraciones de aquélla, así como de las conversacio- nes y confidencias que con Juan Chapanay tuvo después, surgió bien clara y prolija la historia de su vida. Es la que vamos a resumir a continuación:


La joven asilada por Juan Chapanay se llamaba Teodora. Era nativa de San Juan, érntaba veinte años y, hacía diez a que quedara huérfana. TFué ruogida por unas tías que le hicieron pagar cara la hospitalidad que le acordaron, tratándola con brus- quedad, con desprecio y hasta con crueldad. Una prima de Teo- dora, que habitaba la misma casa, se complacía en humillarla y vejarla de todos modos, enrostrándole el pan que allí se la daba, y haciéndola sentir a cada paso la inferioridad de su situación. Teodora era beila, y esto no se lo perdonaban sus parientes; en particular su perversa prima, cuya nariz exagerada y deforme era la pesadilla de toda la familia,

¡Cumplía Teodora sus diez y ochos años, cuando un gran acon- tecimiento vino a cambiar su porvenir, que tan triste se le había presentado hasta entonces. Eran aquellos los tiempos de la sen- cillez, la franqueza, la generosidad y la confianza. Una carta de recomendación valía entonces más que una letra de crédito. En las familias no había lujo, pero sí holgura, y como faltaban ho- teles, las puertas de los hogares estaban siempre abiertas para los forasteros que trajesen una carta de recomendación. La hos- pitalidad practicada así, es propia de los pueblos primitivos y patriarcales. La civilización, o más propiamente, el progreso, trans- forma estas costumbres cordiales en relaciones ceremoniosas y egoístas, y aleja a los seres humanos entre sí, en vez de aproxi- mnarlos.

En casa de las tías de Teodora se presentó cierta mañana un joven bien parecido, de maneras cultas y bizarro continente. Ve- nía recomendado por un hermano de aquéllas, residente en ¿Co- quimbo, y fué recibido en al casa con la debida deferencia. Quedó alojado en la mejor habitación, y Teogora recibió la orden de servirlo, con lo cual se buscaba disminuirla y rebajarla a los ojos del huésped. Las tías habían visto en el recién llegado un buen candidato a marido para la prima de Teodora, y trataban de suprimir a esta última desde el primer momento, como rival posible.

Pero el plan dió resultados opuestos. El semblante y las ma- neras de Teodora denotaban nobleza de sentimientos y natural distinción, cosas que no pasaron desapercibidas para el viajero, que se prendó de la muchacha. No comprendió la prima lo que ocurría, y siguió alimentando ilusiones de conquista para con el