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MEMORIAS Y TRADICIONES 131

una joven como de veinte años de edad. Sus pies tocaban ape- nas el suelo, tenía desgarrado el traje, la cabeza doblada sobre el pecho y el rostro ensangrentado. Cerca, yacían dos cuerpos apuñalados ly degollados! ¡Percibiíanse todavía, en dirección: opuesta a la que traía Juan, los rastros de varios caballos, y un reguero de sangre.

Al ver cerca de sí un hombre, la mujer torturada redobló sus lamentos pidiendo socorro. Juan descendió de su montura y corrió a cortar las cuerdos que la tenían suspendida. «Cuando lo hubo hecho, la muchacha cediendo a su propio peso cayó a tierra: tenía fracturada una pierna. Aumentaron sus ayes, y Juan no atinaba a aliviarla de sus dolores. ¿Qué hacer? No podía alzaria en ancas de su macho, ni podía en consecuencia transportarla a ctro sitio. ¡Mientras se le ocurría algo mejor, desensiilló su ca- balgadura e improvisó con su montura una cama en el suelo. Recostó en ella a la herida, y la cubrió con su poncho. Luego miró con inquietud a su alrededor como si temiera la vuelta de los asesinos.

— ¡Por Dios! ¡No me abandone usted! —dijo la joven con voz desfailecida.

Juan la tranquilizó, la exhortó a tener paciencia mientras él iba en busca de auxilios; la colocó en el precario lecho de la me- jor manera que le fué posible pera evitar que sufriera demasiado, y diciéndole palabras de esperanza y de consuelo, saltó en pelo en su macho y se alejó al galope con rumbo a las Lagunas, de las que lo separaban unas cinco leguas. Cinco mortales horas hubo de pasar abandonada en el desierto la muchacha, torturada por sus heridas, por su soledad y por la siniestra presencia de los cadáveres decapitados. Cuando- Juan, acompañado de diez laguneros armados de chuzas y trayendo una tosca angarilla, reapareció, aquella deliraba:

— ¡Bárbaros! —¿ecía.— ¡Dejadme! ¡es Carlos, es mi marido!

Juan ¡Chapanay le lavó la herida, vendó como pudo le pierna rota, y, ayudado de sus compañeros, acomodó el maltrecho cuerpo en la angarilla.

lAmtes de emprender marcha a las Lagunas, Juan y sus ami- gos cavaron una fosa y dieron sepultura a los cadáveres. En cuanto a las cabezas de los mismos, fueron envueltas y conducidas al pueblito. Alternándose, para llevar la carga, los hombres de la comitiva llegaron a las Lagunas después de una ruda jornada.


San Juan era por aquellos tiempos una tenencia de la gober- nación de Mendoza. Juan Chapanay quiso ocurrir al centro de ias autoridades, para informarlas del crimen cometido, y dispuso, al efecto, que un vecino partiera al día siguiente a Mendoza, He- vando las cabezas de las víctimas para entregarlas a la policía.

El indio, entretanto, le prodigaba a la herida solícitos cuida- dos. La terapéutica indígena que había visto ejercer a su an- tiguo amo, en sus correrías, le sirvió en aquelal ocasión a maravilla para curar a la muchacha. En la herida del rostro le exprimía el jugo de cierta yerba triturada por sus propios dien- tes, y le aplicaba luego una especie de emplasto de grasa de hi- guana. En la pierna rota le aplicó también cataplasmas de yer- bas misteriosas y sólidos vendajes. Ello es que la herida del rostro mejoró rápidamente; en cuanto al fémur fracturado, con- cluyó por soldarse al cabo de largo tiempo, en forma defectuosa.