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130 PEDRO ECHAGUZ

Akbí se hizo. A media noche, cuando los ccoyas roucaban, Juan Chapanay se alejaba icon su salvador, rumbo a las Lagunas.

El hombre a quien Juan Chapanay había confiado su destino, no tenía familia. Se llamaba Aniceto y era un excelente an- ciano que no tardó en profesarle un afecto paternal. Como a verdadero hijo lo trató y consideró, siendo una de sus primeras preocupaciones la de hacerlo bautizar en una iglesia de Mendoza.

El muchacho supo corresponder a los beneficios cue su pro- tector le dispensaba, y ayudó eficazmente “a éste en su industria de pescador. Al «cabo de algunos años estaba completamente aclimatado en las Lagunas, e incorporado a la vida del lugar como si hubiera nacido en él. El anciano Aniceto, con quien ha- bía trabajado como socio en los últimos tiempos, murió, y lo dejó dueño de recursos bastantes desahogados.

Llegaba justamente Juan Chapanay a la plena juventud y a pesar de que los vecinos vivían allí como en familia, se sintió demasiado solo en su intimidad, y pensó en casarse. Sus con- vecinos lo habían elegido juez de paz del lugar, pues los lagune- ros constituían por entonces una especie de minúscula república independiente, que elegía sus propias autoridades. La justicia de la provincia sólo intervenía en los casos de crímenes o de grandes robos, por medi» de un oficial de partida que inquiría el hecho y levantaba sumarlo, cuando lo reclamaban las circuns- tancias. El ruido de armas no turbó la tranquilidad de aquellos lugares; y ni cuando el caudillaje trastornó todo el país, deja- ron de ser los laguneros un pacífico pueblo de pescadores y pas- tores, aislados del restó del munáo al borde de sus lagunas. La región de las Lagunas de Guanacache, está hoy lejos de ser lo que antes fué. Se ha convertido en un desierto en el que el fango y los tembladerales alternan con los arenales. El antiguo pueblo ha desaparecido. Los caudilleios locales concluyeron por enve- nenar el espíritu de aquellos hombres sencillos y primitivos, y Jerónimo /Aigiero, Benavídez y Guayama, los arrastraron al fin a las revueltas, perturbando su vida de paz y de trabajo. De-las poblaciones de Guanacache, no queda, pues, más que el nombre, que está vinculado a algunos episodios de nuestra historia polí- tica.

Juan Chapanay comenzó a ir a la capital de San Juan con más frecuencia. No se presentaba ahora en ella solamente como vendedor de pescado, sino también «como visitante que deseaba divertirse e instruirse un poco en el contacto con la ciudad. Gustaba de frecuentar los templos, y después de oir misa con recogimiento, solía quedarse en el átrio mirando salir la concu- rrencia. Persistía en su propósito de casarse, pero la ocasión no se le presentaba, y él se afligía de que el tiempo corría sin traerle ninguna probabilidad de encontrar la compañera que él soñaba, y que no debía ser por cierto una lagunera. ¡Ah! no! 1l tenía pretensiones más altas...

Regresaba cierta vez a sus lagunas de vuelta de la ciudad, siguiendo un camino que se alargaba entre pedregales y montes de algarrobos, cuando le pareció oir un quejido. Detuvo su cabal- gadura y prestó atención. En efecto, del próximo algarrobal salían ayes lastimeros. Se dirigió hacia él, miró por entre las Tamas, y un cuadro impresionante se presentó a su vista. Sus- pendida por debajo de los brazos, de un grueso algarrobo, estaba