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LA CHAPANAY

A poco más de treinta y cuatro leguas de la capital de San Juan, y en dirección al S. E. de la misma, hállase situada la primera de las famosas lagunas de Guanacache, que, como se sabe, proveen a la ciudad de exquisito pescado. Sobre las movedizas arenas que circundan el cauce de la más importante de aqué!las, la llamada ““El Rosario”, y bajo un techo de totora y barro, na- ció Martina Chapanay el año de 1811. M

La sencilla vida de los escasos moradores de aquellos lugares, no convenía a los instintos d ela criatura ansiosa de espacio y movimiento, según más tarde lo demostraría. (Alparejar los espi- neles por la tarde para revisarlos a la aurora, campear los asnos y las demás bestias de servicio, y sentarse por la noche a la en- trada de la cabaña a oir el canto de los sapos, bajo la claridad de la luna o las estrellas, no eran cosas que pudiern satisfacer el espíritu inquieto y aventurero que se revelaría después en la muchacha.

Juan Chapanay, su padre, solía recordar complacido que era un indio puro. Natural del (Chaco, había sido arrebatado de la tribu de los.Tobas a la edad de seis años, por ijidigenas de otra tribu, con la que aquella se encontraba en guerra... Reducido al cautiverio, al cabo de dos años pasó al dominio de otro indígena más civilizado, que se ocupaba en recorrer las provincias, ven: diendo en ellas yerbas y semillas traídas de Bolivia. Dedicado

por su nuevo amo al oficio de curandero ambulente, visitó con éste gran parte de la República Argentina. (Cuatro años más tar- de, y cuando cumplía doce de edad, Juan aburrido de comer mai, dormir peor y caminar sin descanso, resolvió emanciparse del todo, o enagenar solo en parte su libertad, si así le convenía. Había aprendido a estropear e] castellano y contaba con que esto le facilitaría su propósito. Su amo resolvió, por aquel en- tonces, hacer una excursión a las provincias de 'Cuyo y lo llevó consigo. Allí se le presentó a Juan Chapanay la ocasión de rea- lizar su propósito, y la aprovechó. Se encontraban en San Juan, a la entrada de Caucete, y se habían alojado en compañía de un lagunero (1), cuando el hambre que lo tenía acosado hizo que el muchacho se echara a llorar amargamente. Curioso el lagu- nero por saber la causa de aquel llanto, lo interrogó aprove- chando un descuido de los otros indios, y supo no sólo que aquel estaba poco menos que muerto de hambre, sino también que abrigaba la firme intención de fugarse. Tuvo el lagunero com- pasión del infeliz, y se ofreció a llevárselo en ancas de su mula.

(1) Así se les llama en la provincia de San Juam a los habitantes de la región de las lagunas de Guanacache.

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