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122 PEDRO ECHAGUE

¡Qué magnífica ocasión para Torcidas, de dar una prueba más de adhesión a la “Santa causa”, luciendo alguno de sus diabóli- cos inventos! No la malogró, por cierto, y su satánica maquina- ción mereció el aplauso del tirano,

—Soy de parecer que la correa salga del mismo cuero—dijo Torcidas a Reyes.—Ese mocito Espinosa, se ha mostrado amigo de los “salvajes” que van a morir. El oficial que los ha provisto de pan y vicios, debe ser el mismo encargado de ordenar la des- carga que acabe con semejante polilla,

La indicación fué aceptada en e] acto. ¿(Cómo no había de serlo? Y se llevó a cabo la inaudita infamia, de obligar a Espi- nosa a ser el ejecutor. de sus amigos.

tAntes de que avanzara el pelotón que debía ultimarlo, Leo- nardo se quitó la blusa que llevaba. La besó devotamente y su- plicó a Espinosa que la hiciera llegar a manos de cierta dama, quien se encargaría de ponerla en manos de su madre. Una des- carga cerrada abatió todo el grupo de mártires. Y dos carretas pasteras condujeron luego los cadáveres hasta la boya común. ¡Así se cumplieron los fatídicos sueños, que en una noche de nues. tra adolescencia, me refiriera mi desgraciado amigo a orillas del río... A En cuanto a Espirosa, la tragedia en que se lo había obli- gado a ser verdugo lo «onmovió tan hondamente, que cayó pri- mero en la tristeza, luego en la misantropía y por último en la locura. Se creía perseguido por enemigos de éste y del otro mundo. Se figuraba que la suerte de Leonardo no tardaría en alcanzarlo también a él, y sus noches eran turbadas por la visión de fantasmas sangrientos. Y cuando estas torturas morales apa- garon su razón, se convirtió en una especie de idiota, que paseó durante veintitantos años su lamentable ruina por las calles de Buenos ¡Aires, riendo sin motivo y dialogando en alta voz «con interlocutores invisibles. $

[Espinosa había cumplido el supremo encargo que le hiciera Leonardo: había hecho llegar a manos de la destinataria la mí- sera blusa que cubrió a su amigo en los últimos días de su triste vida. Antes de enviarla a la madre de Leonardo, según la últi- ma voluntad de éste, quiso la intermediaria hacer limpiar y re- mendar la deteriorada prenda. Esto dió lugar a un hallazgo in: esperado. Un cuerpo duro y plano estaba oculto entre el forro y el paño de la blusa. La señora lo extrajo: era un retrato en miniatura, sobre marfil, que representaba a una bella joven de diez y ocho años. ¡Se hallaba envuelto en un papel, y en el papel estaba escrito lo siguiente:

“Mi adorada L... Cuando recibas estas letras, si Dios permite que ello suceda, yo habré dejado de existir. Juré al recibir de tus manos el retrato que te devuelvo, mantenerlo al calor de mi pecho mientras que de ti me hallara ausente. He cumplido mi promesa y voy a morir al lado de tu hermano, de quien ya ves que ni para entrar en la eternidad me he separado. Ruega por mi ánima y haz que sepa mi madre con cuánta pureza te quiso.—Leonardo”.

La blusa, el billete y el retrato llegaron a poder de la madre.

¿Quién era la joven aquella, y quién el hermano de que ha- blaba Leonardo? Sólo entonces pude yo saberlo relacionando cir- cunstancias y recuerdos del pasado. Elia era su novia de la in- fancia, por la cual sintió siempre un amor tan puro y tan alto que se asemejaba a un culto. El, era el joven aquel que se ha- llaba con Leonardo cuando este quebró su espada en la torre de la