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MEMORIAS Y TRADICIONES 121

rio. Era éste un extranjero de apellido Torcidas, aventurero en quien se reunían todas las depravaciones. Sanguinario y adulón, verboso y desfachatado, mostraba la actividad más incansable, y. si en la combinación de alguna infamia faltaba algo, esto era sin duda porque Torcidas no había intervenido en ella. Artífice de iniquidades, nadie como él interpretaba el pensamiento y se adaptaba a los instintos de Rosas.

Cierto día en que Bello y Espinosa habían cambiado sus ha- bituales misivas, tuvo Reyes antojo de saber cómo andaban los ánimos por la parte interior de los calabozos y, al efecto, le pi- dió informes al alcaide. Este declaró, entre otras cosas de poca importancia, que uno de los presos había obsequiado a Espinosa con un cigarro. Bastó esto para despertar las sospechas de Re- yes, quien, de acuerdo con Torcidas, resolvió vigilar estrecha- mente, pero con disimulo, a los presos y al oficial. Espinosa, sin que él lo supiera, fué desde entonces seguido a todas partes por un espía. No tardaron en saber los implacables carceleros, que la madre y la hermana de Bello habían emigrado dos años antes y residían en Villa Mercedes (Estado Oriental), protegidas por un antiguo coronel de artillería de apellido Luna. Supieron tam- bién que las camisas que usaba ¡Bello habían sido de Espinosa, y supieron, en fin, que la entrega de aquellas prendas, así como de papel, tabaco, yerba y azúcar, se las confiaba Espinosa a una sirvienta de la familia del joven Buter, compañero de infortunio de Leonardo, el cual joven se las pasaba a este último.

Aquello bastó. El alcaide fué destituido y Espinosa conde- nado a ejercer sobre él lo que llamaba Torcidas un escarmiento.

La batalla de Caguazú vino a producir sobre el aletargado espíritu del pueblo de Buenos Aires un efecto conmovedor. En todos los semblantes se reflejaba la esperanza. Las gentes salían a la calle, se aventuraban hasta las plazas. Una ráfaga de liber- tad parecía llegar desde lo lejos... Y el tirano empezaba a tem- blar en Palermo.

La manera de proceder de todos los tiranos es idéntica. Lo mismo oprimían y derramaban sangre Gengis Kam que Cambises, que Nerón, que ¡Calígula y Mahomet III. Su fuerza se apoya en el terror. Lo cual no impide que lleven siempre el alma ator- mentada por la desconfianza y el miedo. ¡Raro es el tirano va- liente. Cuando alguno de ellos llega a serlo, suele mostrarse ge- neroso alguna vez. Pero Rosas era un cobarde y pertenecía por consiguiente al número de los más repugnantes. Tenía siempre su reserva de víctimas para sacrificarlas sin misericordia, cuando su rabia, su capricho o su sed de sangre lo impulsaban a matar. Y en esto, como en lo demás, se parecía a sus más nefandos pre- decesores. Los emperadores del bajo imperio acopiaban carne humana para arrojarla viva en el circo a la voracidd de las fieras. Dionisio de ¡Siracusa la despedazaba a lanzazos por su propia mano. Rosas guardaba hombres para darse el bestial plas cer de emtregarlos, en circunstancias dadas, al fusilamiento y al degiielio. Vió en aque, entonces que el pueblo se agitaba y te- mió acaso una reacción. Tal vez creyó escuchar gritos de conde: nación y de venganza; tal vez se creyó en peligro. Lo cierto es que la noche del día en que se supo en Buenos Aires el esplén- dido triunfo que el general Paz había obtenido en Caguazú so: bre las armas del Dictador, éste llamó a su presencia a Reyes y ordenó una hecatombe. Y los condenados a marchar al sacrifi- cio, fueron los jóvenes patriotas en cuyo grupo se encontraba Leonardo.