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MEMORIAS Y TRADICIONES 119

'«cretaba un supersticioso sentimiento popular. La sangre de Acha haciendo resucitar un árbol, venía a ser el símbolo de la protes- ta divina contra la injusticia humana. ¡Qué honda y conmove- dora poesía envuelve esta tradición!

Sobre el yermo de una pampa enclávase por orden de un te- niente del tirano, la robusta cabeza de un apóstol ds los princi- pios. El propósito es claro: se trata de befar la memoria del muerto después de haber aniquilado al enemigo; el terror debe ser la atmósfera que pese sobre aquellos contornos, y las aves de rapiña tendrán por pasto la médula y los ojos de aquella ca- beza. Pero acaece que el leño que la sostiene se siente penetrado de ua fiúido que baja a su raíz, la conmueve, la reanima y la re- sucita. Los hombres, las aves y los céfiros saludan el milagro.... La sangre de ¡Aicha—i¡cántalo, poesía! —no ha sido estéril. El árbol que ella hizo brotar en el desierto es un emblema. Bajo su fecundo riego debía reverdecer también en nuestra patria el árbol de la libertad...

Era Santos Lugares un presidio tan extravagante en su for- ma, como las ideas que de común bullían en la cabeza de Rosas. Quiso este sin duda consagrar con él un recuerdo a las tolderías, y al lado de una construcción tosca y primitiva erigió un deforme pabellón de lona sostenido por fuerte mástil, que se maniobraba por medio de un cordaje complicado. Era allí donde se cumplían las sentencias de muerte decretadas por el dictador de Palermo; y por la noche, cuando las bulliciosas serenatas anunciaban que un nuevo triunfo había venido a ilustrar los fastos de la tiranía, era allí donde la orgía y la crápula se desencadenaban. Allí los brin- dis y los discursos en que se oficiaba un siniestro rito a la muer- te. Alí se veía la luz preparada en vasos rojos, alumbrando el rojo traje de los “federales”, el rojo tul de las cortesanas, la ro- ja divisa de todos, el rojo tapiz del pavimento y los rojos estan- dartes más enrojecidos todavía con la saugre de los “salvajes unitarios”. Seguían después las cuadras del cuartel o los cala- bozos de los presidiarios, algunas otras oficinas subalternas y las habitaciones del terrífico señor de la morada.

Los primeros resplandores del día alumbraron muchas veces las cabalgatas de alegres invitados que se retiraban de las fies- tas entonando cantos federales, entre el estrépito de los cohetes y las músicas militares que, a un mismo tiempo, despedían a los visitantes y saludaban la salida del sol; mientras los cautivos salían también en hilera a iniciar sus trabajos forzados.

Santos Lugares de Rosas (así se les llamaba), no era sola- mente una especie de guardia avanzada hacia la campaña, sino también un campamento. «Allí se alojaban los batallones que vigilaban la persona del tirano domiciliado en Palermo, al 'mis- mo tiempo que se mantenían listos para caer sobre la ciudad en caso necesario. Aquel siniestro acantonamiento estaba siendo, en el momento a que nos referimos, el lugar de suplicio de una bri- llante juventud caída en las garras del tirano.

En Quebracho Herrado, los tenientes del Dictador, mofán- dose de todas las reglas del derecho de gentes, secundaron digna- mente la ferocidad bestial de su señor. ¡La sangre de los prisio- neros, que eran sus propios hermanos, se derramó con atroz de- leite. El odio se había vuelto fanático, como entre los pueblos salvajes. Aborrecer implacablemente, era para los “federales” una virtud cívica tanto más honorífica cuanto más ostentada.