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118 PEDRO ECHAGUE

Y allá en la cumbre del Perú más alto, como de Chile en la región hermosa, una cruz has dejado y una fosa

en prenda, ¡oh, sombra!, de tu sueño allá. El sarcófago patrio aquí te espera

junto a las ondas del soberbio Plata,

del cual la brisa fraganciosa y grata, hasta tu huesa, perfumante irá.

Bajo los cielos que la vida hubiste, en el astrago que tu cuna alzara,

el lecho eterno al fin se te prepara que ávido el porvenir habrá de ver. El canto de las virgenes se escucha, ya de los bardos se templó la lira,

y un pueblo entero místico se mira de tu urna cineraria al pie a correr.

¡Pero silencio! La palabra humana

ecos no tiene donde el polvo empieza; vuelve a tu sueño, sombra, entre la huesa cobijada de paz y eternidad.

Ya la inmortalid :”. abrió su templo

y allí es tu vida onde va tu nombre; cuando el futuro tu grandeza asombre, ¡Bendito! te dirá la libertau.


Al hablar antes de la muerte del General Acha, prometí vol- ver sobre el suceso a propósito del lugar en que él se consumó: la Posta de Cabra.

¡Cuando el joven (Correa a quien aludí ya, me hizo detener en aquel triste lugar, lo que a mi vista se destacó de inmediato fué un grueso tronco de árbol que surgía del suelo arenoso, despro- visto de toda vegetación .

—-““Esto es lo que queda, señor, del árbol seco de que a us- ted le he hablado'—dijo nuestro guía acentuando las palabras con la satisfacción de quien atestigua con hechos sus aseveracio- nes. Y reanudando el relato que empazara en el camino, conti- DUÓó así: a :

—-““Lástima es que el alto palo que subía de este añejo rai- gón, haya sido cortado para leña por algún vecino; debió que- dar como memoria de la iniquidad a que se le hizo servir. En aquella loma señalada por un montecito de chañares, fueron col- gados los brazos del General Acha. Aquí fué enarbolada la ca- beza. Pero lo maravilloso, como ya he dicho a usted, consiste a mi juicio, y al de todos los habitantes del lugar, en que la san- gre de la cabeza aquella, haya podido fecundar de nuevo el tron- co seco. Porque ha de saber usted que bajo el riego de la san- gre destilada de la cabeza de :Acha, este tronco muerto dió un lozano retoño...”

El aire de profunda convicción con que mi acompañante ha- blaba, me interesó vivamente.

¿A nombre de qué ciencia o de cuáles ejemplos afirmaba aquel joven que la sangre humana puede servir como riego pro- lífico sobre una vida vegetal ya extinta? ¡Aquello no podía ser si- Bo una leyenda. Una bella leyenda por cierto, en la que se con-