116 PEDRO ECHAGUE
juventud se iabía dedicado, es la de los entreveros, y alguna vez le ocurrió rodar entre las bayonetas de un cuadro contrario, sa- liendo ileso del trance. Constantemente acechado por la muerte, Lavalle vivía en su elemento entre el estampido del cañón, el bo- te de las lanzas y el choque de los sables. Tenía nostalgia de los campamentos y de las batallas cuando unos y otras le faltaban. Pues bien: para este combatiente legendario, para este Cid de nuestros tiermpos heroicos, guardaba el acaso una bala ciega dis- parada al viento por un campesino anónimo...
Lavalle había jurado derrocar al tirano de su patria, o mo- rir en la demanda. Murió en ella sin ver el triunfo de su idea. Pero su idea le sobrevivió y triunfó al fin. Identificado con ella, su nombre vuela ya- sobre las alas de gloria. Inspirados en su tumba, parte de sus compañeros retornaron a la lucha; y a pro- porción que el polvo de su fosa iba carcomiendo la tela de su sudario, la tarea de libertar a la República del Plata se iba mag- nificando a espalda de los contrastes, como se magnifican las sombras de la montaña, a proporción que el sol se va hundiendo en el ocaso.
¡Allá dejamos, en tierra de Bolivia, sus despojos sagrados, que habíamos querido sustraer a la profanación de los bárbaros...
(Chile había maenifesta | sus simpatías por los proscriptos ar- gentinos, con elocuentes testimonios de generosidad. No había esperado el comedimiento para hacerse sentir, la llegada de los grupos desnudos y hambrientos que, resto de las legiones venci- das en la batalla del Rodeo, descendieron al llano occidental. Hasta sus cumbres heladas, hasta los páramos mismos donde las tempestades se habían encargado de ralear algo más las filas proscriptas, avanzó una expedición protectora, encabezada por don Domingo F. Sarmiento, y en la que figuraba además el pa- triota don Domingo de Oro. Aquella expedición respondió a la noble idea que la inspiraba, secundada por una comisión de ar- gentinos avecinados en la capital de Santiago. Salvadas las más apremiantes necesidades de los desterrados, el pueblo por su cuenta hizo luego el resto. Ingrato sería quien asilado por en- tonces en aquel país, no recordase la franca, leal y desinteresada acogida que allí se le dispensó.
Más tarde, en este mismo suelo, tuvo sepulcro el soldado de Maipo y Chacabuco. La tumba que guardó sus huesos en la tie- rra boliviana, pasó de tránsito a Chile, teatro de sus primeras hazañas, antes de volver a la patria.
He aquí un canto que con este último motivo escribí:
A SU SOMBRA:
Sombra sagrada del guerrero ilustre
que hoy tal vez sientas remover tu lecho, deja que al hueco que te guarda estrecho llegue entre tantas mi doliente voz.
Oye en tu paso a la postrer morada
que el suelo patrio te abre agradecido, del bélico cañón al estampido
también mis preces en tu nombre a Dios.
No vengo, ¡0h, sombra!, a relatar los hechos que al munáo deja tu ánima en memoria,
ni cantos a elevar a tanta gloria
cual la que abarca tu grandeza ya.