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MEMORIAS Y TRADICIONES 115

fuerte partida a la orden de un oficial de su mayor confianza, marchase en procura del prisionero y lo hiciera seguir viaje en dirección al naciente. La misma estropeada bestia que cabalga- gaba desde San Juan, condujo a Acha hasta el lugar de su su- plicio. Marchaba el infeliz general extenuado y falto hasta de un miserable pañuelo con que enjugar su rostro cubierto de polvo y de sudor. En los últimos tres días no había probado alimento alguno. Una bala que se le disparó desde atrás, acabó con sus torturas y con su existencia. Sólo entonces lo degolló el puñal de sus asesinos.

Ocho o diez meses después, Ciriaco La Madrid era fusilado por orden de Benavídez, que lo había conservado en su poder, al parecer por piedad, a mérito de sus pocos años.

Y era precisamente por aquellos días cuando los restos del ejército del general Lavalle marchaban por entre las quebradas situadas entre Jujuy y el alto Perú, llevando consigo los huesos de su gran campeón, como los troyanos llevaban sus penates Y, como Moisés el Tabernáculo.

'Al Sur de la República, entre tanto, desde la falta oriental

de los Andes, partían a pie y descalzos, en dirección a Santos Lugares, veinte jóvenes arreados a “rebenque”. En esa vía cru- cis de trescientas y tantas leguas, no faltaron ni las abluciones de los caribes; pues cuando alguno de aquellos infelices, transi- do de fatiga, se arrojaba al suelo, se le proporcionaba por alivio el caballo o mula más estropeada que se hallara entre las bes- tias arreadas, con la condición de que luego se lavaría los pies en - sangre caliente del primer animal vacuno que se carnea- ra. (1)

¡Ay! entre aquel grupo de mártires iba mi amigo de la ni-

ñez: Leonardo... Ñ 1


Ya las altas cumbres que se elevan a la otra parte de la línea divisoria entre Bolivia y la vasta región que dejamos a nuestra espalda, no nos permitían ver los primeros rayos del sol de la patria; ya éramos peregrinos en país extraño. Las armas habían sido depuestas, y en las entrecortadas hileras con que ocupába- hnos la senda, el silencio de la meditación reinaba, interrumpido apenas por el tembloroso ruido de las espuelas. Las derrota que habíamos sufrido en Tucumán sobre el campo de Famaillá, no quebrantó el indomable coraje del general Lavalle para quien los contrastes eran como el viento sobre la llama. Nuestro jefe te- nía ya formados nuevos planes y proyectaba operaciones de otro género. Pero otra vez la casualidad, que se atravesó siempre co- mo implacable maldición en nuestras luchas contra Rosas, se ha- bía alzado ante nosotros, determinando la muerte del héroe que levantaba el estandarte de la libertad.

¿No es una muerte tonta, inopinada, casi sin título a ser creí- da, la que la historia nos refiere del poeta Esquilo? ¡Atravesaba un campo de ámbito espacioso, cuando una águila voraz dejó caer desde las nubes, justamente sobre el cráneo del poeta, una tortu- ga que llevaba presa entre las garras. El general Lavalle había esgrimido su espada sirviendo a la Independencia Sud Americana en el vasto recinto de cinco repúblicas. El arma a que desde su

(1) Uno de los hermanos Escola y un joven Ramírez tuvieron que prestarse a aquella burla.