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114 PEDRO ECHAGUE

ambos se excitaba hasta la exacerbación frente al peligro. Por eso fué que al caer prisionero Avellaneda, los que con él partici- paron del contraste temblaban por las consecuencias que podían acarrearle los arranques de altanera impetuosidad con que pro- vocaba la ira de sus verdugos. Por eso fué que con el puñal sus- pendido ya sobre su cuello, y cuando los asesinos intentaron mo- farse de su víctima, ésta se irguió y les lanzó esta imprecación:

— ¡Turba de bárbaros y cobardes! ¡Van a ver ustedes cómo se muere por la libertad y por la patria!

Intimado a que se arrojara al suelo, no quiso hacerlo. Espe-- ró de pie el tajo que le dividió la garganta, para de este modo '«cederle sólo a la muerte, no a sus asesinos... Que latía en el sen- timiento público de las provincias una profunda animadversión contra Rosas y su tiranía, lo demuestran hechos como éste, que tienen el carácter de jinmolasioaes heroicas.

La larga y brutal dominación de los caudillos, no había conse- guido aflogar ese sentimiento. Y de su existencia, dieron también una prueba por aquel tiempo unos cuantos jóvenes de San Juan, que extrajeron de la Casa de Gobierno y fusilaron en la plaza pú- blica un retrato del “Ilustre Restaurador de las Leyes”. El nombre de estos jóvenes debe retenerse. Fueron ellos Abraham Quiroga, Abel Quiroga, Isidro Quiroga, Daniel Aubone, Antonio Sarmiento y un Pizarro cuyo patro í.nico ignoramos. Después de Rodeo del Medio, Rosas quedó triunfante en todo el interior de la República. Los “Salvajes Unitarios”, condenados a muerte y persecución, buscaron seguridad en el destierro. Al destierro se fueron en gran parte, trasponiendo montes y pisando espinas.


Lejos se hallaba Aldao de presumir que Benavídez, tenien- do muy en cuenta sus sanguinarios instintos, pensara mañosa- mente en «constitunrlo en ejecutor responsable del infortunado Acha. Dominado por la envidia del atrevido golpe con que su colega y vecino acababa de singularizarse como el más meritorió campeón del tirano, el repulsivo teócrata mendocino sentíasé hondamente mortificado. Se hallaba justamente en el campo del General Pacheco, ocupado en censurar con acritud la conducta de Benavídez, a quien acusaba de querer salvar al general ¡Acha, cuando recibió el parte por el cual ponía aquél a su disposición al ilustre prisionero. Leyó Aldao el pliego con manifiesta ner- viosidad y lo pasó luego al general Pacheco, quien, más dueño de sí mismo, disimuló sus emociones. Y el caso era como para que uno y otro se conmovieran. ¡Acha, el terrible general Alcha a merced de ellos! ¡Qué magnífico sacrificio se les presentaba la ocasión de hacer en el altar de la tiranía!

El general Pacheco ha bajado ya a la tumba; y si el polvo de sus huesos es digno del respeto que tributamos a cuantos nos preceden en el misterio de la muerte, su nombre y sus hechos pertenecen al juicio de la historia. Y ésta no puede, no debe perdonarle el martirio de Acha. Siervo fanático del peor de los déspotas modernos, Pacheco tuvo en el ocaso de su vida el tino de acreditar arrepentimiento. Puso su espada al servicio de la autonomía de su suelo natal y llegó a defender los mismos prin- cipios que antes combatió con tanto furor. Pero, lo repetimos: el martirio de Aicha recae sobre él, cualesquiera que fueran los subterfugios con que después se quiso extraviar el fallo histórico.

De acuerdo sin duda con Aldao, Pacheco dispuso que una