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MEMORIAS Y TRADICIONES 113 tra para abrirse muchas puertas, y para ganar simpatía hasta de sus contrarios. Era además astuto como la raposa, y a veces manso como un oso domesticado. Hay que agregar en honor de la verdad, que su corazón no siempre se mostró extraño a la dulzura y al bien. Menos dominado por su pequeñas ambiciones de tiranuelo; menos perturbado por la conscupicencia del mando; icon un poco de elevación moral y de idealismo, acaso su pres- tigio militar lo hubiera llevado a ser lo que fué Urquiza: el des- tructor de la tiranía. Su mediocridad de aspiraciones y de ideas, solo le permitió ser un caudillejo manso y servil.


¡A inmediaciones del Desaguadero, y en territorio todavía de la provincia de San Luis, existía en otro tiempo, a la costa del camino real, entre aquélla y la de Mendoza, una pequeña pobla- ción conocida por la “Posta de Cabra”. Variado más tarde el trayecto para mejor tránsito entre ambas provincias, la antigua posta varió también de ubicación, si bien conservando su anti- guo nombre.

Hace unos doce años, viajando quien esto escribe, por aque- llos parajes, se trasladó desde la nueva a la vieja posta, acompa- ñado de un joven Mauricio Correa, hijo del antiguo maestro de la primera “Cabra”. Por él supo un hecho tradicional en la re- gión, relacionado con la muerte del general Acha. Lo relataré más adelante.

Sabido es que la corta campaña del ejército auxiliar expedi- cionario a las provincias de Cuyo, no fué más que una sucesión de errores y contrastes,

Si el general La Madrid hubiera tomado en cuenta las pru- dentes y sabias reflexiones del general Lavalle, y desistido de aquella expedición, tanto por el rigor de la estación en que la emprendió, cuanto por su inoportunidad, dada la situación ven- tajosa en que, por el momento, se hallaban las armas del tirano a se hubiera ahorrado muchos sufrimientos y sacrificios es- térilés.

En San Juan quedaron los restos del bravo capitán Ramón Balcarce, castrado después de muerto por sus salvajes asesinos. Algunos días más tarde, fueron devoradas por los perros en Men- doza, las carnes del no menos valiente teniente coronel Igarzábal, condenado a ser insepulto después de degollado a intervalos, en la misma forma con que por esos días se le arrancara la vida al ilustre Avellaneda,

No puede evocar este nombre sin sentirme conmovido, y no- quiero pasar adelante sin dedicarle aquí un recuerdo, ya que escribo solo para recordar, remontando al azar la corriente de mi vida. Era el doctor Marco Avellaneda un hombre extraordina- rio. Había nacido sin duda destinado a grandes cosas. Irradiaba talento hasta en sus gestos. Suave, franco y leal en su trato, te> nía sin embargo para cumplir sus resoluciones y paja sostener sus convicciones, la firmeza del bronce y del diamante. ¡A la edad de 25 años hallábase ya alto en la escala de la vida pública. Revolucionario contra el tirano, periodista fogoso, tesonero y brillante, Ministro de Gobierno, Gobernador y como tal “Gene- ral”, atravesó la vida con la celeridad y la efímera brillantez de una estrella errante.

Entre Acha y Avellaneda, existía, no obstante la desemejan- za de sus caracteres, un singular punto de contacto: el valor de

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