112 PEDRO ECHAGUE
Leonardo Bello y otro joven oficial, contemplaban dese lo alto, ya impotentes para seguir luchando, las banderolas coloradas que se cruzaban abajo por todas partes. Algunos agonizantes soldados áúe la defensa, caídos de la torre, eran ultimados por el casco de los caballos. Acha, estos dos Jóvenes, y algunos otros que como Crisóstomo Alvarez, José Urquizo, Anastasio Márquez, N. Barragán y Luis Elordi, heridos en la batalla de Angaco, se conservaban ocultos en el seno de alguno de las familias que se mostreron com- pasivas, era cuanto quedaba de aquella legión de néroes.
—-¿Qué has hecho de tu espada? —decíale Leonardo a su com- pañero.
—Hace dos dias—contestó aquél —que un casco de metralla me separó la hoja de la guarnición.
—La mía ya es inútil—replicó Bello.
Y arrojando la vaina a la plaza, introdujo la hoja entre los balaustres de palo que conservó hasta hace poco el balcón de la torre, y la rompió en dos pedazos que cayeron al átrio.
—No quiero que el arma con que he luchado por mis idealez de libertad, se vuelva más tarde contra nosotros, manejada por algún siervo del tirano.
Por su parte, Acha, respondió textualmente al oficial que en nombre de Benavídez había subido a intimarle rendición, según el mismo oficial lo refirió después:
—“Salga usteá de «cuí, si no quiere que su sangre sea la úl- tima en que se tiña 1ni espada. Salga usted de aquí, vuelva hasta su superior, y digale de mi parte, que si el general Ma- riano Acha ha sido vencido, en la derrota no ha perdido ni su rango ni su dignidad, y que su espada no le será entregada sino a su igual”, .
Fué necesario que Benavídez en persona se recibiera de su ilustre prisionero. Muchos vecinos de San Juan vieron luego que ee lo condujo tomado del brazo al alojamiento que se le des-
inaba.
El afortunado caudillo de San Juan alcanzaba un gran triun- fo con la prisión de ¡Acha. Este jefe era: la esperanza de los ejércitos aliados contra la tiranía. Su vencedor pudo dejarlo en San Juan, esconderlo, hacerlo desaparecer, salvarlo en fin, aun sin libertarlo. Pero esta acción solo era capaz de realizarla un espíritu alto y noble. Benavídez procedió como era natura] que él procediera: como un menguado. Ofrecimientos, efusiones, protesta de amistad, alabanzas, “palabras de honor” y hasta abra- zos: de todo esto hubo. Todo esto hizo Benavídez con Acha. Sin embargo, pocas horas después de rendido, lo enviaba al mata- dero custodiado por un Fernández y un Uliarte, cómplices de la farsa del supuesto arrebato con que se trató después de justificar la entrega del noble prisionero a sus asesinos.
lEra Benavídez en lo físico, un hombre de elevada talla y cintura delgada, ancho de espaldas y un poco encorvado. Su 'cabeza pequeña estaba cubierta de cabellos renegridos e indómi- tos, que con frecuencia le caían sobre la frente. Sus mejillas ostentaban escasa barba. Era raro que sus ojos de mirada in- cietra fijasen de frente a su interlocutor. Largo de piernas, su cuerpo no tenía proporción. En lo intelectual carecía de instrucción. Leía mal y escribía peor. Ello no obstó para que se limase en el contacto de los hombres, ni para que adquiriese maneras sua- ves que durante toda su vida pública le sirvieran de llave maes-