MEMORIAS Y TRADICIONES 111
hombres los que debían combatir con ochocientos. Es decir uno contra trece (1).
Desde lo alto de la torre apuntaba su anteojo el denodado general hacia las Manuras del norte. Sólo de allí podía venirle auxilio. Pero pasaban las horas, llegaba la noche, retornaba el día y el ansiado socorro no aparecía. Ni un humo, ni una nube de polvo en el horizonte. ¡Nada, nada!...
Entre tanto el vecindario de la capital se había guarecido en sus casas como un caracol en su concha. Porlo mismo, deben ser recordados los nombres de algunos ciudadanos que, como don Rosauro Rosa, se presentaron en la plaza a ofrecer sus servicios ai valeroso paladín de la civilización y de la libertad, en su de sigual y-abnegada lucha contra la tiranía y la barbarie.
¡Durante los cuatro mortales días que duró aquella homérica resistencia, Acha no alcanzó a dormir quince horas. En sus trá- gicos desvelos, debió pensar que con él peligraba acaso la suerte de los ejército libertadores...
A manera de los numantinos, a quienes Scipión amenazaba con envenenarles las aguas si no entregaban la plaza, y que se manifestaban dispuestos a sostenerse bebiendo sangre humana, Acha respondió a la primera intimación a rendirse que le hiciera Benavídez:
“El hámbre y la sed no me acobardan mientras las acequías tengan barro que chupar.”
Pero, ¡ay! no se columbraba ni sombra de socorro. La sed y el hambre mermaban los soldados. Y la fuerza física del mismo Acha se extenuaba.
Se había llamado a las puertas más cercanas en procura de alimentos, de pólvora, de plomo. ¡Nada! En vez de auxilios, lo que aquellos mártires encontraron fué un Judas: el dominico fray Dionisio Rodríguez a quien en castigo de sus actividades de espía de Benavídez, el general Acha apostó todo un día de cen- tinela sobre la azotea de un cantón, con el fusil al brazo.
El grueso del ejército libertador se aproximaba; Benavídez lo supo y decidió apoderarse del general Acha. Un ataque con los elementos y ventajas de que disponía, no demandaba por cierto extraordinario arrojo. Sin embargo, para prestarles coraje a sus soldados, hizo circular en su línea una proclama, en la que, a la vez que daba por triunfantes a “las armas federales” en todo el territorio de la República, solicitaba un supremo esfuerzo a fin de que San Juan no quedara sin parte “en tantas glorias ad- quiridas en honra de la federación.”
Las manzanas que cuadran la plaza fueron perforadas, y ha- biendo avanzado por su interior, las fuerzas de Benavídez des- embocaron en masa al centro de aquélla. Eran las ocho de la mañana del cuatro día de resistencia, y el anteojo de Acha es- crutaba todavía el norte, sin que su mirada ansiosa deseubriese indicios de auxilio. ¡Sin embargo La Madrid se hallaba cerca. Si a él le ocultaban la aproximación del ejército los accidentes montañosos de la región, en cambio Benavídez la conocía. El escasísimo resto de la apurada guarnición, había ya quemado el último cartucho. ¿Qué hacer? ¡Ciriaco La Madrid lo discurrió el parapeto de la azotea que ocupaba tenía ladrillos; con el últi-
mo soldado que le quedaba, contestó a pedradas la intimación a rendirse que se le dirigió.
(1) En la sorpresa sobre su cuartel general quedaron entre disper- sos, muertos y heridos, doscientos diez hombres fuera de combate. -