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106 PEDRO ECHUAGUE

a veces por el número de contrarios que trataban de envolver- la (1).

e carga enemiga parecía una vorázine capaz de arrasar hasta con el úitimo de nuestros soldados. Era, pues, necesario resistir como la roca para reventar al fin como la centella. Para la descripción cumplida de aquella batalla, para el justo encomio de les admirables hazañas que se hicieron en ellla, fáltanos la palabra y el tono. La simpie exposición de los hechos, ha de re- sultar más elocuente y más evocadora del épico cuadro, que cualquier esfuerzo de expresión verbal. En uno de los trances críticos de la matanza, en la que los cuerpos luchaban entrela- zados, como serpientes en celo, el general Acha cayó bajo su caballo herido, y no hubiera podido desasirse del peso de la bestia abatida sobre él, sin el auxilio de sus ayudavutes Atanasio Márquez y Severo Pizarro. Este último cedió al general el ani- mal que montaba, y del que fué nuevamente derribado Acha por otra bala, que como ]a primera, respetó su vida.

Alí pereció heróicamente Severo Pizarro, el prototipo de la caballerosidad, la finura y la elegancia por aquellos tiempos. Allí murió uno de los tres Agieros. Allí rindieron su vida cincuenta jóvenes más, pertenecientes a lo selecto de la sociedad argentina. AMí dejaron sus huesos mushos hijos de Salta, Jujuy y Tucumán. ¡AMí cayó herido el imbe: bx oficial de cazadores Luis Eiordi, que a la manera de Ayax desafando el rayo, reclamaba a sus contra- rios la muerte pocos días más tarde cuando el general ¡Acha fué rendido. Y allí también nuestros adversarios, justo es recono- cerlo, llevaron a cabo inauditos esfuerzos de valor y arrogancia.

Un comandante Aldao, pariente del caudillo de aquel apela- tivo, saltó la acequia divisoria entre ambas líneas, creyendo sin duda arrastrar a sus soldados, y fué hecho pedazos, sin que bas- taran a ampararlo las voces de (Crisóstomo .Alvarez que ordenaba la salvación de aquel bravo.

Habíase acallado el silbido de las balas. La muerte se pro- digaba sordamente a punta de bayoneta. Nuestras piezas de campaña habían convergido diez veces sobre las caballerías con- trarias, que se precipitaban en arremetidas salvajes sobre nuestros bravos. Más feliz que Aldao en su arrojo, el incomparable Crisós- tomo Alvarez traspuso la acequia precipitándose al encuentro de un batallón que a paso de trote cargaba a la bayoneta sobre el costado izquierdo de nuestra línea, a punto de desorganizarse. Dirigía el batallón aquél, el jefe de toda la infantería enemiga, de apellido Espinosa, hombre con fama de bandido, manchado por cien asesinatos, especie de bestia de coraje y pujanza. Impo- tente para «contener el pavor de sus soldados, Espinosa recibió, al volverse, dos balazos en el dorso. Los jóvenes Grimany y Archondo, a cuyo servicio estaban las piecitas ya citadas, mu- Tieron sobre las cureñas hachados por las caballerías contrarias en lo más álgido del combate. Recordemos estos nombres, hoy tan injustamente olvidados como el lugar en que la tierra reci- bió sus huesos.

Al día siguiente de esta jornada, el intrépido Benito Martí- nez, hermano de los malogrados Leonardo y Rafael, recogió den- tro del rancho que había servido al general Acha de mirador, una




(1) He aquí una curiosa particularidad de esta batalla. Se halla- ban en ella tres generales gobernadores, tres coroneles de apellido Alva- rez, tres hermanos Martínez y tres Aldao.