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El hombre no dijo nada: sólo lo miró. Llevó su mano al bolsillo: ¡Un terrón de azúcar! El pequeño se alejó sonriendo, pues tenía el dulce secreto entre sus manos. Ávidamente comenzó a organizar las cosas en su propia mesa: había aprendido algo nuevo del mundo y quería apropiarse de ello. Movió la sal, la copa de helado que su madre le había comprado, el café de ella… Todo parecía dispuesto. Por eso fue especialmente triste cuando escuchó un: “¿Qué estás haciendo?”, un “pórtate bien”, “los niños buenos no hacen eso”. Triste, porque se vio obligado a guardar en el bolsillo de su pantalón el mágico regalo para evitar así que este terminara en un amargo café. Craso error, porque en su casa, al echar el pantalón en la lavadora, nada quedaría.

Repentinamente, recuerdo que la garzona se acercó a la mesa del hombre con un papel. Esto sí lo vi. El niño observó cómo ella se enojaba ante el movimiento negativo de la cabeza del elegante caballero, del mágico hombre, quien ahora mostraba unos bolsillos vacíos. Unos minutos después, unos hombres de verde entraban antes que el viento moviera la mampara, lo tomaban con poca gentileza de los brazos y se lo llevaban con la misma velocidad con la que entraron. Nadie se percató ni se enteró de lo que había sucedido, excepto el niño con un terrón de azúcar en sus pantalones. Luego me diría que siguió observando cómo un pececito de colores saltaba de taza en taza en la bandeja con los trastos sucios que una ofuscada mesera llevaba hacia la cocina.

Recuerdo que cuando me acerqué a completar lo que hasta entonces era sólo un acto de fe, su madre sólo atinó a señalar que hay gente muy patuda en este mundo, que pide café y no es capaz de pagar. Yo no olvidé. El niño tampoco.