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El viento sopló de nuevo. La mampara se movió. Nadie entró. De todas formas, a nadie le importaba algo de lo que sucedía ni fuera, ni dentro. En cambio, el niño no se perdía detalle de lo que hacía este hombre. Por ello, no se perdió el momento en que tan hipnotizante sujeto echó un terrón de azúcar en cada taza de café. El gesto técnico fue de una precisión maravillosa. El brazo, el codo, la muñeca, la mano y los dedos parecían estar coordinados de manera perfecta, hasta el punto de que pese a la distancia entre cada taza, daba la impresión de que el hombre no había hecho ningún movimiento innecesario. El niño observó cómo salpicaba un poco de café desde cada tacita al recibir el dulce regalo.

Repentinamente, el hombre se quitó el sombrero. Puso sus brazos sobre la mesa y miró fijamente hacia la profundidad de las tazas. Apoyó su barbilla sobre las manos y sonrió mientras esperaba. Luego silbó y esperó. Volvió a sonreír. El niño estaba expectante. La madre sólo aguardaba que el tiempo pasara. El mundo alrededor ya estaba inconscientemente muerto. Recuerdo que, probablemente, sólo yo fui capaz de ver en el niño que algo pasaba sobre la mesa de aquel hombre; sin embargo, tengo la certeza de que ese algo ocurrió. El pequeño me ayudaría después a completar mi relato.

El muchacho se refregó los ojos. Asombrado llamó a su madre, quien, complacientemente, miró al hombre de azul, pero no vio nada. Rápidamente regresó a lo suyo pidiéndole al pequeño que se comiera lo que habían pedido o se enojaría con él. El niño sonrió con una mueca de por medio. Miró fijamente al hombre en busca de respuestas. De súbito, notó nuevamente cómo un pececito de colores había saltado de una taza a otra; aun había gotas de café sobre la mesa. El pequeño no podía creerlo, el hombre no dejaba de sonreír. ¿De dónde había salido? Yo aquí me limito a transcribir lo que el niño me contaría haber visto.

Incrédulo, el pequeño no apartó la vista hasta convencerse de que era una verdad. Nuevamente, con el mismo impulso y velocidad, el pececito de color saltaba hacia la otra taza de café. El salto era idéntico, lo que explicaba la preocupación del misterioso hombre de que todo estuviera dispuesto de forma precisa. No una, catorce veces lo volvió a hacer. Catorce veces brillaron los ojos del niño. Yo lo vi, en él. Entonces, el pequeño no se aguantó las ganas, bajó de su asiento y se acercó al sujeto del bastón. Su madre no lo notó.