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yo también observaba de reojo, me avisó de un leve brillo en las pupilas del curioso hombre.

El hombre vestido de azul, con un bastón, con colleras ahora color de océano, un sombrero de hongo y una particular sonrisa, llevó su mano al bolsillo derecho. Sólo un espectador, además de mí, seguía el movimiento de esa misteriosa mano cuando sacó un terrón de azúcar para, acto seguido, colocarlo sobre la mesa. Casi de inmediato, el hombre solicitó otro café con su delgado dedo alzado, como si del pabellón patrio se tratara. Sí, como leen, ni siquiera había probado el primero ni realizado movimiento alguno por este: seguía allí, intacto, inmaculado sobre la mesa del local. Entonces, la coqueta mesera llevó otro café. Ni siquiera preguntó, ni le extrañó la actitud del cliente, simplemente ignoró cualquier pregunta que pudiera haber nacido de su ahogada curiosidad. Probablemente, las excentricidades de quienes visitaban el local le daban exactamente lo mismo, en especial si a éstos los acompañaba una gloriosa propina.

El acto se repitió siete veces. Siete tazas con café hasta el borde se sirvieron, pero ninguna fue tocada por él. Cabrá mencionar que también fueron siete veces las que el hombre vestido de azul, con sombrero de hongo, bastón y corbatín, llevó su mano a uno de sus dos bolsillos, sacó un terrón de azúcar y lo posó sobre la mesa. Lo curioso era que el resto del local parecía absorto en una especie de sonambulismo, en que nada más existía fuera del breve espacio designado con base en la promesa de un pago servicial. No crean que el niño no había intentado llamar la atención de su madre, pero ella había respondido encantadoramente: “Sí, qué bonito hijo”, por lo que todo intento de más auditorio había sido infructuoso.

Yo observaba. El pequeño también observaba cómo siete tazas de café irreprochables eran distribuidas por este místico sobre la brevísima mesa del local que lo albergaba tras haber sido invitado por el viento. En efecto, ambos contemplamos cómo sin sacarse siquiera el sombrero de hongo, el hombre había extraído del bolsillo de su chaqueta azul un compás, una escuadra y una regla y había comenzado a medir la distancia que había entre una taza y otra. Si alguno hubiera prestado atención, habría notado que él intentaba que la distancia entre cada una de estas fuera idéntica y que la luz se distribuyera de forma igualitaria. El café se enfriaba, pero él sólo hacía movimientos de satisfacción al ubicar las tazas en el lugar previamente dispuesto.