Página:EL HOMBRE DEL TERRÓN DE AZÚCAR.pdf/2

Esta página ha sido corregida

Tampoco para mí, no tan inocente. No, definitivamente, ni para ese niño ni para mí, fue tan común lo que sucedió. Después de todo, yo escribiría este relato años más tarde; mientras que él haría notar a su escéptica madre, sólo unos minutos después de que el viento abriera de golpe la mampara, el místico ingreso de un hombre de curiosa vestimenta. Así pasó, según recuerdo.

“Místico” sería la interpretación que yo hago ahora de ese sujeto. En el momento, seguramente lo vi como un hombre extravagante, como muchos, vestido de azul y acompañando al viento. Recuerdo, además, que él usaba un bastón, un sombrero de hongo y unas colleras con forma de océano, entre otros detalles que quizás lo hubieran hecho destacar a primera hora de la mañana, especialmente en el tren subterráneo de Santiago, pero no al final de la jornada laboral, donde el mundo parece convertirse en una representación de autocomplacencia. Y para qué andar con rodeos, tan extraño no parecía en una calle como Merced.

Recuerdo que este peculiar hombre, tras ingresar al local se ubicó en una esquina, en una pequeña mesa con una sola silla, imperceptible para la mayoría, y pidió un café. Recalco que imperceptible para la mayoría, pues recordarán que un niño sí lo había notado. Niño más despierto que cualquier adulto que conozca, a cualquier hora del día, y quien, pleno de curiosidad, no podía dejar de observar a este particular sujeto desde el momento mismo en que entró. Además, estaba sentado casi frente a él. Sus gestos, sus gesticulaciones, la forma en que sacó un pañuelo dorado y lo posó sobre la mesa, eran tan impecables que aún me extraña que nadie más lo notara. Sí, podría decir que tuvimos cierta complicidad con aquel pequeño de unos seis o siete años. Yo entonces tenía veintisiete.

El hombre hizo un gesto preciso, vale decir, como todo lo que él hacía desde que el viento lo había invitado a pasar: un dedo alzado, casi como un asta de bandera, solicitaba una atención. De inmediato, una guapa mesera de pelo oscuro y ojos vacíos se le acercó con una taza de café: no había pedido nada más, interpreté. Delicadamente ella lo colocó sobre la mesa. Luego, miró al cliente sin mirarlo y se fue contoneando sus caderas hacia el interior del negocio. El hombre sólo se dedicó a observar la mesa desde que había bajado el dedo solicitador. Aunque, un gesto del pequeño, a quien