de Sud-américa, Chile, salió del Coloniaje con una progenie ya unificada y un color etnico definido y homogeneo. Con arrollador ímpetu esa creación demográfica ha seguido uniformando a todos los pobladores; y, como en el ejemplo de los Estados Unidos de América y el de Canadá, relega las minusculas reducciones de indígenas puros al estado de transitorias e ínfimas agrupaciones, en trance de nacionalización.
Reconocida como una encrucijada de corrientes y migraciones etnicas, en una extensión de 36 grados de latitud y contorneada sistemáticamente por los más imponentes atributos del Planeta, la nación chilena puede señalarse en Hispanoaméricana entre las más rehacías a la transmisión de elementos aborígenes sobrevivientes. Aún más, a lo largo de su territorio se enseñorean dos zonas, bien diferentes, de absorción.
La más septentrional (del grado 19 al 37) ya no consulta, en lo que va del siglo, elementos indígenas puros y los exhibe, refundidos en la población criolla, como descendientes de los chinchas, quechuas, aymaraes, changos, atacameños, promaucaes, cauquenes, perquilanquenes y otros grupos de muy vaga onomástica.
La otra gran porción queda imprecisamente diseñada entre los paralelos 38 al 55 y hospeda a los soberbios sobrevivientes de la confederación araucana, diseminados en bien extrechas reducciones pertenecientes a las tribus de los moluches, mapuches, huilliches, picunches, pehuenches, etc.; conviviendo y refundiéndose con el elemento criollo y con similar predestinación a la de las hordas primitivas de los alakalufes, onas, yaghans y otras ínfimas parcialidades que moran en los archipiélagos extremoaustrales.
Hay que retrogradar al gran Valle Central para entrever la porción congruente de la chilenidad, ya hecha, a base de elementos hispánicos puros y de esa imprecisa familia araucana de los promaucaes. Se moldeó hace siglos y fué el primer contingente que abrazó la civilización occidental, constituyendo, en nuestros días, de