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mujer dejara en su padre, forzaron su inte- ligencia, y pensó, antes de tiempo, como ha- bía nacido.

La mayor, sabiendo que nada era posible, que esa existencia persistía tan sólo como una concesión, se propuso que esa criatura casi inmaterial pasara por la tierra, sin conocerlo que la tierra tiene: el dolor. Apartó de ella todo lo que podía revelarlo.

No le ocultó la muerte. Comprendía que hubiera sido un error. La inteligencia precoz de la niña, la habría concebido aun sin sa- berla. Callarle un nombre que le llegaría bajo cualquier forma, sería obligarla á pensar ea él. Y como ese ser le estaba 4 la muerte dedi- cado, quería que fuera á ella sin temor. Sela mostró no como un fin, sino como un reco- menzamiento, no como un pasaje de la luz 4 las sombras, sino de las sombras á la luz, Y así su amor piadoso,—sin otra intención que la de preparar con anticipación una hora fa- ácilmente en ese espíritu de


tal—inculcó fá niña, el dogma que cuesta tanto á la Igle-

sia inculcar en los hombres: la resurrección de las almas.




Stella hablaba y pensaba de la muerte con la misma naturalidad que de los viajes desu papá, cuyos azares ignoraba, y su corazón se formó intrépido para aguardar el único peli gro de que su hermana no podía preservarla.

Componíale cuentos que parecían oracio- nes, y oraciones que parecían cuentos. En los