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dosl... No es verdad, papá? No es verdad que ellos nos enseñan una dulce resignación?
—Si, mi bija, Alex tiene razón, contestaba el infalible juez. Recuerdas que lloraste la pri- mera vez que tus ojos vieron el cielo de Italia? Pues así lloraba uno de sus eminentes sobe- ranos cuando veía una palmera de-Siria, que como 4tí el cielo, le recordaba el lejano país natal. Y m.ra, aprende tú, querida, las pala- bras con que el último de ellos consolaba 4 sus compañeros que lloraban al dejar, expulsados, esta linda tierra de Andalucía: «No lloremos por bienes agenos, nada es nuestro, todo es de Diosl
Todavía cuando admiraban la Giralda, Alex deslizó en el oído de su madre, con un gesto de cariñoso desafio: «Esto es obra de uno de ellos!» Y en la corrida de toros, dán- dose vuelta, para no ver á un caballo mori- bundo, vacío ya de sus entrañas, que se ex- tremecía en la arena, apretando su brazo con horror: «Esto no lo hacían los perros moros, mamá
La voz de su hija era el goce íntimo, el supremo orgullo de su padre. En su gran salón-biblioteca, donde se tenía la remnión familiar, la madre sentábase al piano, y Ales cantaba, Su acento, brotaba puramente apa- sionado, tiernamente ansioso en el relato de Lohengrin; transparente y sereno, ligado co- mo los sonidos de un violoncello en el Ave María de Gounod; reconcentrado, intenso,