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mento después, silenciosa, con la cabeza le- vantada y los ojos muy abiertos y muy cla- ros, le hizo un saludo leve con la cabeza y se dirigió hacia la puerta interior, 4 la que cubría la misma cortina debajo de la cual aparecieran, aquella primera noche de su llegada, los piecitos rosados de la Perla.

—;¡Alex! exclamó él, en una angustia que sofocaba su voz, dando dos pasos para acer- carse. Ella; muda, levantaba en ese mo- mento la cortina. Máximo buscó en su mente, en su recuerdo, la palabra que pudie- ra detenerla un instante. Encontró una pregunta, que hizo extendiendo las manos, con toda la ternura de su voz, en un tono de ánlce reproche.

—¿Alex.... y los niños?

Ella, sin soltar la cortina volvió la cabeza. Vió él en su semblante transparentado un inmenso cansancio; un viejo cansancio, co- mo si los minutos que habían transcurrido desdesu palabra «perdón» hasta ese momento hubieran sido años; y en sus labios al hablar, algo de la expresión que la joven combatía cuando la veía aparecer en sus propios labios.

—Y los niños? volvió 4 preguntarle,

—Los niños.... Los niños crecerán y se harán hombres; cuando miren el firmamen- to, recordarán que hubo una Stella. .... quien tenía una hermana que les enseñó á leer y se llamaba Alejandra, le respondió; y desapa- reció detrás de la cortina.