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42 STELLA

A la mañana siguiente, el carruaje de la Atalaya esperaba 4 su dueño que iba 4 al- canzar el tren que lo conduciría á Buenos Aires, el que se despedía de su mayordomo enla terraza. Cándido, debajo de la escali- nata, con una pequeña valija en la mano, esperaba también que bajara su patrón.

.—¿Quiér. se ha permitido entrará caballo al parque? ¿No saben que está terminamte- mente prohibido? dijo el mayordomo, que como buen inglés sabía respetar y hacer respetar las leyes públicas y privadas, y que acababa de divisar un jinete, que atrevido venía por una de las avenidas 4 toda ca- rrera.

—Es el niño Albertito, dijo el cochero des- de su pescaite, al mismo tiempo que aquél detenía su cáballo violentamente delante de la casa y con una cara y una voz alteradísi- mas gritaba.

—¡Máximo... Stella se muere!.. Voy al pue- blito 4 buscar al doctor... Sin una palabra más tocó su caballo, dió vuelta las riendas y salió 4 escape

Máximo, muy pálido, bajó rápidamente la escalinata, subió al carruaje y ordenó a su “ochero:

—¡Al Ombó... Vuela!