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la felicidad de Isabel, que alejó de su memo- ría todo lo que no fuera color de rosa. A su prima apenas la recordaba, y como algo de muy poca importancia ahora ya. Resultaba patente lo que en la casa se había pensado siempre: á Montero lo había divertido el «exo- tismo» de Alex, provocado y alentado sus coqueterfas; una vez lejos de la tentación ligera, el fuego de paja se apagaba, y él vol- vía ás rendido á la que ocupaba su cora- zón. 4 la que entre todas había elegido.
Los mismos que comentaron riendo el chas- co de una niña en la que tenfan mucnas cosas que envidiar, cuando la vieron triun- lante otra vez, la ensalzaron y adularon, ensa- ñándose en desquite con la otra niña que se curaba el alma lejos. .. Seremovió lo que se había dicho, y se dijeron cosas nuevas de todo tamaño, que hacían las delicias de Mi- caela, quien detrás de su abanico daba datos de su invención. La reputación de Alejandra perdió nuevos jirones.
Regresaron á la ciudad y regresó Montero. Se le invitó 4 comer, y la relación quedó este- blecida entre ellos, en el mismo estado en que se encontraba hasta la noche del baile.
Carmencita tuvo un niño más. Se esperaba sólo este acontecimiento, repetido ya ocho veces, para irse al campo á pasar un mes acompañando á don Luis. Se habló delante del joven de las estancias vecinas—el rústico Ombá y lay soberbia Atalaya—él demostró