STELLA au podía haber traído una alarma á su ánimo, pero trató de adivinarlo,
—El destino, la suerte, le dijo, suelen ser también para ellos crueles. ¿Olvida usted ei hacha?
—Preñiero el hacha al veneno.
—Ya hace cinco meses que están ustedes aquí, ¿no es verdad?
—Sí, Máximo;
mos el veinticinco de Octubre. Hemos pasado una primavera, un verano, empezamos un otoño. Ahora me toca 4 mí decir: ¿por qué los días no tienen la du- ración de los años?—dió unos pasos y agre- 36:—¿Sabe usted que el viernes llega la fa- sil
—Ah.... ya sé lo que quería saber, dijo para sí; y continuó para ella: ¡Alex, cómo me ha llenado su obsequio de tierno contento, có mo me ha llenado de orgullo! El libro de su padre está ya colocado en la vitrina donde guardo mis reliquias, al lado del retrato de mi madre, del viejo devocionario y de la bombonera de mi abuela.—Sonrió con mali- cia y una gran ternura para decir esto.—Muy cerca, justamente al lado de la bombonera «on perlas, de mi abuela... Y puedo asegurar- le, que no es para él todo extraño allí; está en muy fatima compañía. Sabrá usted cual, el día de su segunda visita á la Atalaya.
—¡Pelices días, viejo tío! Este grito resonó en sus oídos, sintiéndose asido y rodeado por una cantidad de bracitos, que no pudiendo