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STELLA m cesitaba esforzarse en aprender cosas que la hubieran acercado, en espíritu, más á él; que su gran indolencia, su inhabilidad para todos los pormenores de la: vida práctica, encon- trarían etoraa indulgencia; sabía que la ama- ba, él, tan sólo, porque era ella dulce de con-


templar.

Llamíbala Stella en recuerdo de su nave. «Sino te llamara mí Stella, te llamaría mi Do- ra decíale tiernamente, recordando á David Copperfeld.

«Quién es Dora, quién es Dora? preguntá- bale mordida por sus celos de mujer porteña, que esperaban un motivo para despertar. El sonreía con aire malicioso, y ella Agurándose alguna novia muerta, alguna amante desa- parecida, se enojaba. Después de intrigarla un tiempo, porque lo divertía, trájole el libro de Dickens, que leyeron juntos.

En su corazón había sin embargo la cica- triz de una herida que se abría cada vez que se preparaba una expedición; era la misma que en los suyos, allá en Buenos Aires, no se cerró jamás. Decíase lo que los otros decían; que Gustavo prefe: »ncia Á su amor, pues posponía su amor 4 su ciencia.

Adoraba á su marido, pero no lo compren- día. Había aprendido á sentir, pero mo le habían enseñado 4. pensar; sus ideas sín ser estrechas no eran amplias. Capaz de abne- zación, hasta el olvido de sí misma, por las criaturas de su corazón, comprendía todos





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