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—Vamos á ver, San Pedro: ¿qué hay que hacer?

—Los compañeros de la lancha han ecba- do esta mañana: la red, señor; habrá que sa- carla nada más, le contestó el barquero, hombre de cincuenta y seis años, robusto y simpático.

—Bueno, ahora es el momento de decir: Tomás, saca la red,

—No era Tomás, era Simón, dijo Stella.

— ¡Qué vergiienza! dijeron los otros. ¡No sabe que no era Tomás, gue era Simón!

Los brazos desnudos de los pescadores, en un mismo movimiento de atracción, hincha» ban sus máscalos por el esfuerzo, Una red pal- pitante cayó en el fondo; se abrió, y todas las pequeñas vidas que ella encerraba se liberta- ron para morir. Cien respiraciones jadeantes, sien estertores de agonía llenaron la barca, Los pescados, grandes, chicos, de oro, de plata, chatos, largos, cortos, anchos, del- gados saltaban... Saltaban entre los pies de los niños que también saltaban 4 su alrede- dor, sin atreverse á tocarlos, temiendo á sus largos «bigotes»... Un último salto, v mo- rían.

—¿Quieren, chicos, que juguemos á devol- verlos á su casa? preguntó Stella, Allí en el fondo la tienen ellos.

Les pareció muy divertido el juego que ella inventara. ¡Qué divertido era, sí, verlos cómo caían en el agua, y allí, vueltos de su