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acompañaba. Gastaba más, en ella, en un mes que en sí mismo en diez. 3

Pero qué criatura deliciosa era Ana María 4 los diez y siete años!

Su dolor fué un triple dolor; el de sus pa- dres, el suyo propio, también el de ella, que no hablaba nunca de lo queá todos atormen- taba, y era su tormento. Más afectuosa, pero más reservada, porque hacía esfuerzos para no demostrar su sufrimiento, lo buscaba, y él la huía. Cuando conseguía retenerlo le to- maba las manos, miraba largo rato sus ojos de fiel Terranova, empinábase sobre la punta deios pies para alcanzar su hombro, y repo- sando ahí su cabecita lloraba largo rato sin sollozos.

Partió; llevóse tras de sí toda la luz, y su casa, su vieja casa, quedó en tinieblas.

Nunca volvió; las cartas se sucedían con tando su vida feliz, al lado de aquel compa- ñero de noble estirpe y de noble pecho, las obsequiosidades de una sociedad fría pero justa, que rendía homenaje en ella 41: esposa de una de sus ilustraciones, alguna mueva lo quela dejaba en la zozobra y en la tristeza, separación 4 la que no se podía. habituar, el nacimiento de su primera hija, la publicación de un libro nota- ble de Gustavo. Todas sus cartas se enca- bezaban: «Mis adorados papá y mamás «Mis viejos queridos» «Adorados míos». Un día Ja correspondencia no fué ya, sino: «Adorada