268 STELLA tamos de consencerlo; fué €l quien nos con- venció. «Ya que quieren llamarle sacrificio, les pido nuevamente que no hagan estéril el sacrificio.»
Comprendimos que nadie conseguiría con- mover su resolución
Me fué dado, entonces, presenciar la escena más sublimemente extraordinaria, y que estaría elara ante mis ojos aunque viviera siglos.
En la capilla del establecimiento, solitaria y cerrada, pero iluminada y adornada como paca las grandes festividades, revestido con las vestiduras sacerdotales, el penado 133 subía las gradas del altar.
En el silencio augusto de ese momento, oímos su voz, elara, serena y profunda como su alvua excelsa, que decía: «Introibo ad alta- re Dei». Otra voz baja, trémula y conmovida le contestaba «Ad Deum, qui laetificat juven- tutem meamo. Era la del anciano Obispo, que postrado en tierra, ayudaba á misa á Juan Beltrand.
Cuando hubo terminado, nos acercamos, el prelado, cl familiar y yo, los únicos que habíamos penetrado en la capilla, y besamos sus manos como se besan los Vasos Sa- grados.
Ante la negativa del condenado de re- habilitarse civilmente la: Iglesia era impo- tente.
El Pastor había encontrado el medio de