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Montero y Espinosa pagó su apuesta. Pe- queños guantes blancos y perfumados, ence- rrados en wn cofre digno de ocupar una vitrina del Louvre.
Fueron ellos, para Alejandra, mensajeros de grandes desventuras.
La curiosidad y el interés que había desper- tado en el joven, tomaban las proporciones yla forma dela pasión. ¡Y la primera! Una pasión dominadora y soberana, que no admí- tía disimulación, y cuyo primer gesto fué para desenmascarar. Síntoma de amor ver- dadero es la probidad; esa impaciencia por mostrarse moralmente honrado, y por serlo, Montero la sentía. Y su admiración fué en adelante tan abierta, que cundió el pánico en las filas de la familia, que se armó para la defensa.
Un dolorrencoroso descargó su peso sobre Isabel, que al agobiarse, odió.