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—¿Pero él? interrumpió Máximo.

—É), según he oído, la ha elegido ent todas, y se ha dedicado 4 ella en las fiestas du- sante dos años, ostentando abiertamente sus obsequiosidades. Pienso que ha dado derecho á creer.

—Lo que no existe, como manda la [gle- sia, interrumpió nuevamente Máximo.

—No agrandemos tanto al señor Montero, amigo mío. Y tampoco convirtamos mi pedido en discusión. No necesito dar ma- yores razones. Isabel es apasionada, y está apasionada; juega en la partida sus aspira- ciones, muy legítimas:por cierto, y su cora- zón. Con una broma podría acarreárseme el mayor de los daños: enemistarme con las personas que hoy son toda mi familia. ¡Me haría un gran mal estoy tan cierta que no querría usted hacerme ninguno! .... Sí, Máximo: son toda mi familia.

Dijo estas últimas palabras con gran sen- cillez, pero en un tono que era como el ¡a de una herida que se quejara. Un segundo, Máximo distinguió menos claramente las fi. guras que conversaban y se movían á su alrededor.

—Tiene usted razón, Alex, contestó al rato; ¡me estoy volviendo tan vulgar! —Ca- laron un momento, después él dijo: Nunca se es absolutamente franco, mi aun cuando debiera serse, Si se me pidiera representar la imagen de la lealtad, de la sinceridad, de