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La 1 —Me alegro. .... pero te advierto que aquí as niñas no bailan con los hombres casados, -ontestó muy ligero y con voz más ácida ón que la de la madr: —¿Ah, sí? Cómo lo había hecho con el señor Sordolj

—Eso no es lo mismo, concluyó aquélla.

—;¡Ah, no! ¡eso no es lo mismo, Alex! excla- 16 Alberto, poniendo un aire de víctima pro- piciatoria,

Alex, que empezaba á conocer el Ñaco de ada uno en aquella familia, no insistió, y se lejó con su compañero.

Las puertas del buffet se abrían, y apre- urábanse todas las parejas á entrar en el omedor,

Don Luis, llamado por su mujer, dócilmen- e conducía á una señora corpulenta, que ardó media hora en colocar en su sitio.

Ateudía á misia Carmen el ministro sueco, jue hacía esfuerzos por entender el fraucés ¡ue ella le servía amablemente.

Máximo buscó 4 Alejandra, y otrecióle su x1azo.

Al atravesar el hall, muy solo en ese mo- nento, la risa sonora de él, la risa cristalina le ella, estallaron en toda libertad, prolon- sándose francas y espontáneas. Detuviéronse vara reir mejor. :

— ¿No le he dicho que soy la mujer de las orpresas? Estamos en la segunda de la noche.

—Confiéseme ahora, aquí solos los dos,