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CORIOLANO

Menenio. — Me tienen por un patricio de buen humor, que gusta de una taza de vino generoso sin mezcla de gota de agua del Tíber: dicen de mí que tengo el defecto de favorecer al primero que se queja; pronto á inflamarme por el más leve motivo, y que suelo conversar más con el silencio de la noche que con el brillo de la alborada. Digo lo que pienso, y cuando he desahogado mi mente, no queda en mi ninguna hiel. Cuando me doy de manos á boca con dos vividores públicos (pues no os puedo llamar Licurgos), si la bebida que me dan me sabe mal al paladar, no puedo evitar un mal gesto. Ni puedo decir que vuestras señorías han hablado con elocuencia, cuando oigo en cada silaba un rebuzno; y aun cuando debo tolerar á los que digan que sois hombres de todo punto graves, esto no impide que mientan mortalmente los que os dicen que tenéis buenas caras. Si esto veis en mí ¿no se deduce que soy harto conocido? ¿Y qué defecto habeis descubierto en semejante carácter, malignos tribunos?

Bruto. — Vamos, señor, vamos: os conocemos bastante.

Menenio. — No me conocéis ni á mini á vosotros mismos, ni cosa alguna. Estáis ávidos de adulaciones y genuflexiones del miserable populacho; y malgastáis toda una hermosa tarde en oir la disputa entre una verdulera y un ganapán, y enseguida aplazáis para otro día la audiencia de su litigio. Cuando estáis oyendo el asunto debatido por las partes, suele suceder que si os da una punzada de cólico, hacéis más gestos que las máscaras; y clamando por el vaso de noche abandonáis la cuestión dejándola más embrollada que antes. Toda la justicia que acertáis á hacer es llamar bribones á ambos contendientes, ¡Vaya qué par!

Bruto. — Vamos, vamos. Es cosa sabida que ser-