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JULIO CÉSAR

Ticinio.—Quedó lleno de desconsuelo en esta colina con Píndaro su siervo.

Messala.—¿No es él quien yace allí en tierra?

Ticinio.—No yace como los que viven. ¡Oh dolor!

Messala.—¿No es él?

Ticinio.—No: éste era él, Messala; pero Casio ya no existe. ¡Oh sol poniente! Como tú envuelto en tus rojos rayos te sepultas en la noche, así Casio está envuelto en su roja sangre! Se ha puesto el sol de Roma! Se ha acabado nuestro día! Venid, nubes, lluvias y peligros. Nuestros hechos están consumados, y de este fué causa la desconfianza de que yo alcanzara buen éxito.

Messala.—La desconfianza del éxito ha causado este hecho! ¡Oh odioso error, engendro de la melancolía! ¿Por qué presentas á la mente de los hombres cosas que no son? ¡Oh error! Prontamente concebido, jamás alcanzas un nacimiento feliz; sino que matas á la madre que te concibió!

Ticinio.—¡Hola, Píndaro! ¿Dónde está Píndaro?

Messala.—Búscalo, Ticinio, mientras voy á encontrar al noble Bruto y á fulminarle esta noticia. Y digo bien fulminarle, porque el agudo acero y los dardos envenenados serían mejor recibidos por Bruto que la noticia de este espectáculo.

Ticinio.—Id, Messala, que entre tanto yo buscaré á Píndaro. (Sale Messala.)—¿Á qué enviarme, valiente Casio? Pues ¿no encontré a tus amigos? ¿No pusieron sobre mis sienes este laurel de victoria invitándome á que te lo diera? ¿No oíste sus aclamaciones? ¡Y todo lo interpretaste en daño tuyo! Pero toma este lauro para tu frente. Tu Bruto me encargó dártele y cumplo su encargo. Bruto, acercaos un tanto y ved cómo he considerado á Cayo Casio. Con vuestro permiso ¡oh dioses! esto es lo que cumple á un romano. Ven, espada de Casio, á encontrar el corazón de Ticinio.