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JULIO CÉSAR

derán con razones. No vengo, amigos, á seducir vuestros corazones. Yo no soy orador, como Bruto; y todos me conocéis como un hombre sencillo y rudo que amaba á su amigo. Y bien lo sabían los que me dieron públicamente permiso para hablar de él; porque no tengo el talento, ni la elocuencia, ni la valía, ni la acción, ni la fuerza de la palabra, para sublevar la sangre de los hombres.—Hablo sin rodeos, y sólo os digo aquello que todos sabéis: os muestro las heridas del afectuoso César, estas pobres, pobres bocas mudas, y les pido que hablen por mí. Que si yo fuera Bruto, y Bruto fuera Antonio, habría un Antonio que sublevaría vuestros ánimos y pondría una lengua en cada herida de César capaz de hacer moverse y amotinarse hasta las piedras de Roma.

Ciudadano.—¡Nos levantaremos!

Ciudadano 1.º—¡Quemaremos la casa de Bruto!

Ciudadano 3.º—¡Pues vamos! Busquemos á los conspiradores.

Antonio.—Oídme aún, compatriotas: oídme unas palabras más.

Ciudadano.—¡Silencio! Oíd á Antonio, al muy noble Antonio.

Antonio.—Pero, amigos, os lanzáis á hacer no sabéis qué. ¿Qué ha hecho César para merecer así vuestros afectos? ¡Ay! No sabéis aún, debo decíroslo, habéis olvidado el testamento de que os hablé.

Ciudadano.—Muy cierto. El testamento. Quedémonos á oir el testamento.

Antonio.—Hedlo aquí, y bajo el sello de César. Da á cada ciudadano romano, á cada un hombre, setenta y cinco draemas.

Ciudadano 2.º—¡Qué noble César! Vengaremos su muerte!

Ciudadano 3.º—¡Qué regio César!

Antonio.—Escuchadme con paciencia.