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JULIO CÉSAR

Bruto.—Sé constante, Casio. No es de nuestro proyecto de lo que habla Popilio Lena; porque, como ves, se sonríe, y César no cambia de aspecto.

Casio.—Trebonio conoce su oportunidad: ved, Bruto, cómo se lleva afuera á Marco Antonio. (Salen Antonio y Trebonio. César y los senadores se sientan.)

Decio.—¿Dónde está Metelio Cimber? Que llegue y presente ahora su petición á César.

Bruto.—Ya se ha dirigido allí. Poneos junto á él y secundadle.

Cinna.—Casca, sois el primero que alzará su mano.

César.—¿Estamos prontos? ¿Hay cosa alguna errada, que César y su Senado deban rectificar?

Metelio.—Muy alto, muy noble y muy poderoso César, Metelio Cimber depone á tus plantas un humilde corazón. (Se arrodilla.)

César.—Debo advertirte, Cimber, que estas genuflexiones y bajas cortesías podrán inflamar la sangre de las gentes vulgares y convertir la preeminencia y el primer rango, en juguetes pueriles. No te lisonjees con la idea de que César lleva en sí una sangre que pueda cambiar de su verdadera calidad, por lo que hace bullir la sangre de los necios: quiero decir por las palabras almibaradas, las reverencias humillantes y las lisonjas bajas y rastreras.—Tu hermano está expatriado por un decreto. Si te abajas y ruegas y adulas por él, te echo fuera de mi camino como á un perro. Entiende que César no hace injusticia; ni se dará por satisfecho sin motivo.

Metelio.—¿No hay voz más digna que la mía para que suene más grata á los oídos del gran César, al pedir la vuelta de mi hermano desterrado?

Bruto.—Beso tu mano, pero sin adulación, César; deseando que otorgues á Publio Cimber la inmediata libertad de regresar.

César.—¡Qué! ¡Bruto!