extraño terror de esta noche y la persuasión de sus augures le hagan abstenerse de venir hoy al Capitolio.
Decio.—Perded cuidado. Si tal resolviera, yo prevalecería sobre él; porque se deleita en oir que se triunfa de los unicornios por medio de los árboles, de los osos por los espejos, de los elefantes por los fosos, y de los hombres por la adulación. Y cuando digo que él detesta á los aduladores, afirma que sí, porque esto le lisonjea más. Dejadme hacer; que ya daré á su humor la disposición conveniente, y le traeré al Capitolio.
Casio.—Allí estaremos todos para recibirlo.
Bruto.—Á la hora octava. ¿Es ese el último término?
Cinna.—Sea el último, y no faltéis entonces.
Metelio.—Cayo Ligario tiene mala voluntad á César, que lo reprendió por haber hablado bien de Pompeyo. Me admira que ninguno de vosotros se haya acordado de él.
Bruto.—Id en seguida á encontrarlo, buen Metelio. Me profesa un afecto verdadero y ya me he explicado con él. Enviadle aquí, que yo le apercibiré.
Casio.—La mañana se nos viene encima, y os dejaremos, Bruto. Amigos, dispersaos; pero recordad todos lo que habéis dicho, y haced ver que sois verdaderos romanos.
Bruto.—Buenos caballeros, poned risueños y alegres los semblantes, sin dejar que el aspecto revele los propósitos; antes bien llevadlos, como nuestros actores romanos, con entero aliento y con seria constancia. Y con esto os deseo buen día á cada uno. (Salen todos, menos uno.) ¡Muchacho! ¡Lucio! ¿Dormido como una piedra?—No importa. Goza el dulce y pesado rocío del sueño.—No tienes ni los cálculos ni las fantasías que el afanoso cuidado hace surgir en el cerebro de los hombres, y por eso tienes el sueño tan profundo.
Porcia.—Bruto, mi señor.