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DE WINDSOR.

Page.—Obedezcamos su capricho todavía un poco más. Vamos, caballeros.

(Salen Page, Ford, Pocofondo y Evans.)

Sra. Page.—Creedme, que le ha golpeado lastimosamente.

Sra. Ford.—Pues os aseguro por la misa, que no lo ha hecho así; más bien creo que le ha golpeado sin lástima alguna.

Sra. Page.—Voy á hacer bendecir el bastón y que lo cuelguen en algún altar. Ha prestado un servicio de los más meritorios.

Sra. Ford.—Ahora bien, decidme vuestro parecer. ¿Pensáis que en nuestra condición de señoras y con el testimonio de una buena conciencia, debemos perseguirle con nuevas venganzas?

Sra. Page.—Tengo por seguro que con estos sustos ya se le habrá quitado el espíritu de libertinaje. Si el diablo no lo ha comprado sin pacto de retroventa, pienso que jamás volverá á atrevérsenos.

Sra. Ford.—¿Diremos á nuestros esposos lo que le hemos hecho?

Sra. Page.—Indudablemente debemos decírselo, aunque sólo fuera para limpiar de fantasmas el cerebro de vuestro marido. Si ellos en su corazón encuentran que el pobre, vicioso y obeso caballero debe ser más castigado todavía, nosotras dos seremos aún los instrumentos.

Sra. Ford.—Os garantizo que le harán pasar una vergüenza en público; y creo que de no hacerle pasar esa pública humillación, no deberíamos cesar un instante en la burla que le hacemos sufrir.

Sra. Page.—Pues manos á la obra. Combinemos el plan. No me gusta que estas cosas se enfríen. (Salen.)