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DE WINDSOR.

en ello. Ven acá, criado. (Saca las ropas del canasto.)

Page.—Esto es intolerable.

Sra. Ford.—¿No os avergonzáis? Dejad esos trapos.

Ford.—Ya os encontraré al instante.

Evans.—Esto no está en el orden. ¿Váis á vaciar las ropas de la señora?

Ford.—Vaciad el canasto, os digo!

Sra. Ford.—Pero ¡hombre! ¿qué es esto?

Ford.—Tan cierto como que soy hombre, señor Page, ayer se ha hecho salir de mi casa á un hombre en este canasto. ¿Por qué no había de estar en él también hoy? De que se encuentra en mi casa, estoy seguro: mis informes no pueden engañarme, y mi celo es justo. Echadme fuera todas esas telas.

Sra. Ford.—Si halláis allí un hombre, morirá de la muerte de una pulga.

Page.—Aquí no hay nadie.

Pocofondo.—Sobre mi fe, señor Ford, que esto no está bien. Os hacéis agravio vos mismo.

Evans.—Señor Ford, deberíais rezar en vez de entregaros á las imaginaciones de vuestro corazón. Esto no es más que celos.

Ford.—Bueno. El que busco no está aquí.

Page.—No: ni en parte alguna que no sea vuestro cerebro.

Ford.—Ayudadme á registrar la casa nada más que esta vez; y si no encontramos lo que busco, no tengáis misericordia conmigo; hacedme para siempre el tema de vuestra charla de sobremesa, y que se diga de mí en todas partes: «celoso como Ford, que registró una cáscara de nuez para encontrar al amante de su esposa.» Dadme una sola vez esta satisfacción: busquemos esta vez.

Sra. Ford.—Hola! Eh! Señora Page! Bajad con la