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LAS ALEGRES COMADRES

Robin.—Mi amo sir Juan, ha venido á la puerta falsa, señora, y solicita vuestra compañía.

Sra. Page.—Y tú, rapazuelo prestado, ¿no nos has hecho alguna mala partida?

Robin.—Puedo jurar que no. Mi señor no sabe que estais aquí, y me ha amenazado con despedirme si os digo la menor palabra, pues jura que me pondría á la puerta.

Sra. Page.—Eres un buen muchacho, y tu sigilo te servirá de sastre; como que le deberás un vestido nuevo. Voy á esconderme.

Sra. Ford.—Hacedlo. Vé á decir á tu señor que estoy sola. Señora Page, no os olvidéis de la señal.

(Sale Robin.)

Sra. Page.—Te lo garantizo. Si no desempeño mi papel, sílvame.

(Sale la Sra. Page.)

Sra. Ford.—Pues á ello. Nos serviremos de esta pestilente humedad, de esta grosera calabaza, y le enseñaremos á distinguir las flores de los guijarros.

(Entra Falstaff.)

Falstaff.—¿Te he alcanzado al fin, celeste joya mía? Pues ahora debería yo morir, ya que he vivido bastante tiempo para ver coronada mi ambición. ¡Oh! ¡Bendita hora!

Sra. Ford.—¡Oh simpático sir Juan!

Falstaff.—Señora Ford, no puedo lisonjear, no puedo charlar, señora Ford. Ahora mi deseo es pecaminoso: quisiera que estuviese muerto vuestro marido. En presencia del más encumbrado lord lo diría: te haría mi esposa.

Sra. Ford.—¡Yo, esposa vuestra, sir Juan! Sería una muy pobre esposa para vos.

Falstaff.—No la hay igual en toda la corte de Francia! Veo cómo tu mirada rivaliza con el brillo del diamante; tienes en las cejas el arco armonioso que corresponde á un modelo veneciano ricamente adornado.