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JULIO CÉSAR

Bruto.—Bien venidos son todos. ¿Qué vigilantes cuidados ahuyentan el reposo de vuestra noche?

Casio.—¿Permitís una palabra? (Cuchichean.)

Decio.—Aquí está el Este. ¿No es aquí por donde despunta el día?

Casca.—No.

Cinna.—¡Oh! Perdonad, que sí; y aquellas líneas pardas que orlan las nubes son mensajeras del día.

Casca.—Habréis de confesar que uno y otro estáis equivocados. El sol se levanta allí adonde apunto con mi espada, que es buen trecho hacia el Sur, considerando la temprana estación del año. Dentro de unos dos meses, presentará su fulgor más hacia el Norte; y el alto Oriente está, como el Capitolio, directamente aquí.

Bruto.—Dadme todos vuestra mano, uno por uno.

Casio.—Y juremos nuestra resolución.

Bruto.—No, nada de juramento.—Si las miradas de los hombres, si el sufrimiento de nuestras almas, si los abusos del tiempo, no son motivos bastante poderosos, dispersémonos, y que cada cual vuelva al ocioso descanso de su lecho. Así dejaremos á la tiranía previsora que escoja la mira, hasta que caiga á su turno el último hombre. Pero si estos tienen, como estoy seguro de ello, sobrado fuego para inflamar á los cobardes y para revestir de valor el ánimo desfalleciente de las mujeres; entonces, compatriotas, ¿qué habemos menester de más estímulo que nuestra propia causa para impulsarnos á hacer justicia? ¿Qué mejor lazo que el de secretos romanos que han dado su palabra y que no la burlarán? ¿Ni qué otro juramento que el compromiso de la honradez con la honradez, para realizar esto ó sucumbir por ello? Juren los sacerdotes y los cobardes, y los hombres recelosos, decrépitos, corrompidos, y las almas que en sus padecimientos buscan sendas torcidas.—Juren en pró de las malas causas