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DE WINDSOR.

Falstaff.—¿Y no la habéis acosado para ello?

Ford.—Nunca.

Falstaff.—¿Pues entonces qué clase de amor era el vuestro?

Ford.—Como una bella casa fabricada en el terreno de otro hombre; de modo que he perdido mi edificio por haber equivocado el sitio donde había de erigirlo.

Falstaff.—¿Y cuál es vuestro propósito al descubrirme todo esto?

Ford.—Cuando os lo haya dicho, lo habré dicho todo. Dicen algunas personas que, aun cuando ella aparece honrada ante mí, sin embargo suele llevar su alegría á tal punto, que se hacen sobre ella poco piadosos comentarios. Y vengo ahora á lo esencial de mi propósito. Vos sois un caballero perfectamente educado, admirable en el discurso, bien acogido en la mejor sociedad, valioso por la posición y la persona, y reconocido por muchas eminentes cualidades de guerra, de corte y de ciencia.

Falstaff.—¡Oh! Me abrumáis!

Ford.—Debéis creerme, pues tenéis conciencia de todo esto. Aquí tenéis dinero: gastadlo; gastadlo todo; gastad más; gastad cuanto tengo; y en cambio, concededme solamente aquella parte de vuestro tiempo que baste á poner un asedio amoroso á la honestidad de la mujer de Ford. Emplead para conquistarla todos los recursos de vuestro arte; que si hombre alguno puede triunfar de ella, ninguno lo podría más pronto que vos.

Falstaff.—¿Y cómo puede conciliarse la vehemencia de vuestra pasión, con la idea de que yo me apodere de lo mismo que anheláis disfrutar? Se me figura que os servís de un remedio en extremo ineficaz.

Ford.—¡Oh! Comprended mi intento. Está esa mujer tan encastillada en la excelencia de su honor, que no me atrevo á presentarle la locura de mi alma.