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COMEDIA DE EQUIVOCACIONES.

ciones, cuando él se entregaba al ímpetu, á la brutalidad de arrebatos groseros. (Á su hermana.) ¿Por qué soportáis estos reproches sin responder?

Adriana.—Me ha entregado á los reproches de mi propia conciencia. Buenas gentes, entrad y apoderaos de él.

La abadesa.—No; nadie entra jamás en mi casa.

Adriana.—Entonces, que vuestros criados traigan á mi esposo.

La abadesa.—Eso no será tampoco; él ha tomado este lugar como un asilo sagrado; y éste lo garantizará de vuestras manos, hasta que yo lo haya devuelto al uso de sus facultades, ó haya perdido mi trabajo en intentarlo.

Adriana.—Quiero cuidar á mi esposo, ser su custodia, su enfermera, pues es mi obligación; y no quiero otro agente que yo misma. Así dejadme conducirle á mi casa.

La abadesa.—Tened paciencia; no lo dejaré salir de aquí hasta que no haya empleado los medios probados que poseo; jarabes, drogas saludables y santas oraciones, para restablecerle en el estado natural del hombre; es una parte de mi voto, un deber caritativo de mi orden; así retiraos y dejadle confiado á mis cuidados.

Adriana.—No me moveré de aquí, y no dejaré aquí á mi esposo. Sienta mal á vuestra santidad el separar al marido y la mujer.

La abadesa.—Calmaos y retiraos. Vos no lo tendréis.

(Sale la abadesa.)

Luciana.—Quejaos al duque de esta indignidad.

Adriana.—Vamos, venid: caeré prosternada á sus piés y no me levantaré hasta que mis lágrimas y mis ruegos hayan comprometido á Su Alteza á venir en persona al monasterio, para quitar por fuerza mi esposo á la abadesa.