hermana? Ella os ha enviado á buscar por Dromio para comer.
Antífolo.—¿Por Dromio?
Dromio.—¿Por mí?
Adriana.—Por ti. Y he aquí la respuesta que me has traído: que él te había abofeteado, y que al hacerlo había renegado mi casa por suya y á mí por su esposa.
Antífolo.—¿Habéis hablado á esta dama? ¿Cuál es, pues, el giro y el fin de vuestra intriga?
Dromio.—Yo, señor, no la he visto jamás hasta este momento.
Antífolo.—Mientes, bellaco; pues me has repetido en la plaza las propias palabras que acabas de decir.
Dromio.—Jamás en mi vida le he hablado.
Antífolo.—¿Cómo sucede, pues, que nos llama por nuestros nombres, á menos que no sea por inspiración?
Adriana.—¡Qué mal sienta á vuestra gravedad fingir tan groseramente, de acuerdo con vuestro esclavo, y excitarlo á que me contraríe! Sea mía la culpa y que de ella no os toque parte alguna; pero no os hagáis culpable hacia esa culpa añadiendo todavía mayor desprecio. Vamos, voy á coger tu brazo: tú eres el olmo, esposo mío, y yo soy la vid, cuya debilidad unida á tu fuerza me da algo de tu vigor; si algún objeto te desliga de mí, no puede ser sino una vil planta, una yedra usurpadora ó un musgo inútil que, creciendo sin cultivo, penetra en tu savia, la infecta y vive á expensas de tu honor.
Antífolo.—¡Es á mí á quien habla! Me toma por tema de sus discursos. ¡Qué! ¿La habré desposado en sueños, ó estoy dormido en este momento y me imagino oir todo esto? ¿Qué error engaña nuestros oídos y nuestros ojos? Hasta que haya aclarado esta incertidumbre quiero entretener el error que se me ofrece.