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COMO GUSTÉIS.

Celia.—Tanto como se puede desear.—Así, pues, llora.

Rosalinda.—Hasta su cabello es del color de la falsedad.

Celia.—Un poco más oscuro que el de Judas; y á fe que sus besos son nietos legítimos de los de éste.

Rosalinda.—Por cierto, tiene el cabello de bonito color.

Celia.—Excelente.—No hay color como tu castaño.

Rosalinda.—Y tiene un modo de besar tan casto, como el contacto del pan bendito.

Celia.—Ha comprado un par de labios fundidos en el molde de los de Diana.—Una monja de la hermandad del invierno no pondría en sus besos compunción más edificante.—Hay en ellos una castidad de hielo.

Rosalinda.—Pero ¿por qué juró venir esta mañana y no viene?

Celia.—Lo cierto es que no hay verdad en él.

Rosalinda.—¿Te parece?

Celia.—Sí: no le tengo por un ratero ni por un ladrón de caballos: pero en cuanto á su sinceridad en amor, la juzgo tan hueca como un cubilete ó como una nuez carcomida.

Rosalinda.—¿Falso en amor?

Celia.—Sincero, cuando está enamorado; pero creo que no lo está.

Rosalinda.—Le habéis oído jurar que sí lo está.

Celia.—«Estaba», es una cosa, y «está» es otra. Fuera de esto, los juramentos en los enamorados no tienen más fuerza que las palabras de los taberneros: sólo sirven para confirmar cuentas mentirosas. Él se halla aquí en el bosque al servicio del duque vuestro padre.

Rosalinda.—Ayer encontré al duque y tuve larga conversación con él. Preguntóme de qué familia desciendo, y le dije que de una tan buena como él; lo