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COMO GUSTÉIS.

Rosalinda.—¡Por Dios! no le odies, por amor á mí.

Celia.—¿Y por qué lo odiaría? ¿No merece aprecio?

Rosalinda.—Deja que por ello le ame; y ámalo tú porque yo lo hago. Mira: ahí viene el duque. (Entran el duque Federico y Lores.)

Duque.—Señorita, disponeos á toda prisa y alejaos de nuestra corte.

Rosalinda.—¿Yo, tío?

Duque.—Vos, sobrina. Si pasados estos diez días se te encuentra á veinte millas de mi corte, mueres.

Rosalinda.—Ruego á Vuestra Alteza que me haga saber en qué he faltado. Si tengo conciencia de mi misma, ó si conozco mis deseos; si no sueño ó no estoy delirando (y confío en que no lo estoy), entonces, querido tío, jamás he ofendido á Vuestra Alteza ni con la sombra de un pensamiento.

Duque.—Así proceden todos los traidores. Si su purificación consistiera en palabras, serían todos tan inocentes como la gracia misma de Dios.—Baste el que sepas que no confío en tí.

Rosalinda.—Vuestra desconfianza no puede hacer que mi traición exista. Decidme en qué se funda la sospecha.

Duque.—Eres hija de tu padre; basta con eso.

Rosalinda.—También lo era cuando Vuestra Alteza se apoderó de su ducado. También lo era cuando Vuestra Alteza lo desterró. No se hereda la traición, señor. Ó si la tenemos por contagio de nuestros amigos ¿en qué me afectaría eso? Mi padre no fué traidor. No me equivoquéis, pues, mi buen señor, á tal punto que juzguéis traidora mi pobreza.

Celia.—Escuchadme, querido soberano.

Duque.—Sólo por causa vuestra, Celia, la hemos