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OTELO.

Porque habeis de saber, Rodrigo, que si yo fuera el moro, no seria Yago, pero siéndolo, tengo que servirle, para mejor servicio mio. Bien lo sabe Dios: si le sirvo no es por agradecimiento ni por cariño ni obligación, sino por ir derecho á mi propósito. Si alguna vez mis acciones dieran indicio de los ocultos pensamientos de mi alma, colgarla de la manga mi corazón para pasto de grajos. No soy lo que parezco.

RODRIGO.

¡Qué fortuna tendría el de los labios gruesos, si consiguiera lo que desea!

YAGO.

Vete detrás del padre: cuenta el caso por las plazas: amotina á todos los parientes, y aunque habite en delicioso clima, hiere tú sin cesar sus oidos con moscas que le puncen y atormenten: de tal modo que su misma felicidad llegue á él tan mezclada con el dolor, que pierda mucho de su eficacia.

RODRIGO.

Hemos llegado á su casa. Le llamaré.

YAGO.

Llámale á gritos y con expresiones de angustia y furor, como si de noche hubiese comenzado á arder la ciudad.

RODRIGO.

¡Levantaos, señor Brabancio!

YAGO.

¡Levantaos, Brabancio! ¡Que los ladrones se llevan vuestra riqueza y vuestra hija! ¡Al ladrón, al ladrón!

(Aparece Brabancio en la ventana.)