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Y JULIETA.

grentado las calles de Verona, haciendo á sus habitantes, áun los más graves é ilustres, empuñar las enmohecidas alabardas, y cargar con el hierro sus manos envejecidas por la paz. Si volveis á turbar el sosiego de nuestra ciudad, me respondereis con vuestras cabezas. Basta por ahora; retiraos todos. Tú, Capuleto, vendrás conmigo. Tú, Montesco, irás á buscarme dentro de poco á la Audiencia, donde te hablaré más largamente. Pena de muerte á quien permanezca aquí.

(Vase.)
MONTESCO.

¿Quién ha vuelto á comenzar la antigua discordia? ¿Estabas tú cuando principió, sobrino mio?

BENVOLIO.

Los criados de tu enemigo estaban ya lidiando con los nuestros cuando llegué, y fueron inútiles mis esfuerzos para separarlos. Teobaldo se arrojó sobre mí, blandiendo el hierro que azotaba el aire despreciador de sus furores. Al ruido de las estocadas acorre gente de una parte y otra, hasta que el Príncipe separó á unos y otros.

SEÑORA DE MONTESCO.

¿Y has visto á Romeo? ¡Cuánto me alegro de que no se hallara presente!

BENVOLIO.

Sólo faltaba una hora para que el sol amaneciese por las doradas puertas del Oriente, cuando salí á pasear, solo con mis cuidados, al bosque de sicomoros que crece al poniente de la ciudad. Allí estaba tu hijo. Apenas le ví me dirigí á él, pero se internó en lo más profundo del bosque. Y como yo sé que en ciertos casos la compañía estorba, seguí mi camino y mis cavilaciones, huyendo de él con tanto gusto como él de mí.